31 dic 2017

Revitalizar lo básico


Como hiciera en años anteriores [1] [2] [3], recopilo en esta entrada los enlaces a los textos que he escrito para el blog de la asociación Autonomía y Bienvivir a lo largo del año que termina:



Tanto la globalización como el nacionalismo se centran en la rivalidad; son dos formas de competir y beben de ese mismo principio. Ambas han seguido actuando hasta el presente, como muestran las guerras geoestratégicas y por los recursos. El énfasis en la competencia lleva a elegir el camino más fácil para pasar la prueba a corto plazo, una prueba posicional en un sistema de valoración disfuncional, relegando el equilibrio social, la convivencia internacional y la sostenibilidad.

Lo que ahora debería estar preocupándonos hasta la obsesión es cómo proporcionar autonomía a esa gran parte de la humanidad que, si no la obtiene, va a quedar aún más excluida y empobrecida en las próximas décadas por el aumento de la desigualdad, limitada por problemas de sostenibilidad, convertida en refugiados climáticos o movilizada como fruto de las guerras por los recursos.



Al hablar de la relación entre el campo y la ciudad lo primero que nos viene a la cabeza es una dicotomía, una encrucijada ante la que debemos elegir o que se plantea como una oposición. De igual modo es un tópico histórico hablar del conflicto campo-ciudad, como es habitual el lamento por la despoblación rural.

Este desencuentro en realidad es un conflicto con nosotros mismos ya que todos evolucionamos como parte del mundo natural, y casi todos guardamos aún en la memoria los últimos vínculos familiares con una forma de vida integrada en el campo. Para muchos ciudadanos la alimentación es ya el único contacto con la naturaleza y con el mundo rural, por lo que sería lógico preguntarse cuál es la calidad de ese contacto.

Ya hace décadas que empezó a fraguarse un modelo de consumo agroecológico a través de cooperativas de consumo que ponen en relación a productores y consumidores, y que en muchos casos implica a todos ellos en la producción. Esta forma de vinculación, aún muy minoritaria por ahora, podría ser el germen de una nueva relación campo-ciudad que iría más allá de un encuentro comercial para, idealismos al margen, de un modo pragmático, establecer una nueva complicidad entre ambos mundos que, eso sí, tendría implicaciones políticas transformadoras si se generalizase (como nos explicaba Esther Vivas en este artículo). Al menos en los casos en los que se lleva a cabo de un modo participativo, que trasciende la mera relación comercial entre productor y cliente, este modelo puede proporcionar una vivencia compartida, una convivencia sanadora, y en cualquier caso abre una vía para la revitalización de las zonas rurales.



La Renta Básica no determina el tipo de sociedad en el que vamos a vivir salvo en un aspecto esencial como es garantizar la inclusión social y una libertad limitada pero real y compartida por todos. Otras variables sociales dependerán de qué políticas acompañen la introducción de esta mejora. Sin embargo por sí misma también abriría la puerta a la posibilidad de reducir nuestra insostenibilidad. De hecho esta reducción será imposible sin alguna forma de garantizar la inclusión al margen del crecimiento económico.

Si ponemos el valor de producir por delante del derecho a la subsistencia, si nos exigimos demostrar que somos productivos antes de concedernos el derecho a existir precisamente cuando la robotización hace que cada hora de trabajo sea cada vez más productiva, difícilmente podremos contener el mundo económico en una escala que pueda ser soportada por el medio natural tal y como lo necesitamos los seres humanos.

Para dejar de sobrevalorar la acumulación de bienes materiales y el exceso de producción es necesario disponer de una garantía de inclusión, haciendo de esta un prerrequisito de nuestro modelo económico en lugar de tratarla como un objetivo incierto que, mientras falte, nos obliga a aumentar la insostenible transformación del mundo en busca de más empleo.



El pasado mes de julio se celebró en Bizkaia la VII conferencia internacional de La Vía Campesina bajo el lema “Alimentamos nuestros pueblos y construimos movimiento para cambiar el mundo”. Se trata de un movimiento transnacional que reúne a unos 200 millones de campesinos, jornaleros sin tierra, pequeños y medianos agricultores, jóvenes y mujeres rurales, indígenas y trabajadores agrícolas migrantes de todo el mundo. Defiende la agroecología campesina y la soberanía alimentaria como forma de promover la justicia social y la sostenibilidad, y se opone fuertemente a los agronegocios que destruyen las relaciones sociales y la naturaleza. La Vía Campesina cuenta con 164 organizaciones locales y nacionales en 73 países de todos los continentes. Es un movimiento político autónomo, plural y multicultural a la vez que se mantiene independiente de cualquier partido político y de cualquier tipo de afiliación económica o de otro tipo.

El principal aporte teórico de La Vía Campesina ha sido hacer valer la idea de que la seguridad alimentaria no depende exclusivamente de la disponibilidad a corto plazo -enfoque de la agroindustria- sino que es crucial tener en cuenta además la forma de producir los alimentos. En la actualidad se confunde seguridad con maximización (cuando no con rentabilidad), y esta confusión está socavando precisamente los cimientos naturales en los que se puede basar la seguridad, además de no valorar el coste de una enorme exclusión y de una masiva y cruel explotación humana y animal.

Por fortuna existen alternativas que no sólo mejoran la seguridad alimentaria a corto plazo sino también la sostenibilidad de la misma. Pero como suele pasar su desarrollo no coincide con los intereses de quienes se enriquecen con el modelo anterior, el vigente, por lo que será necesario el empuje de la sociedad civil en sus hábitos y en sus apuestas políticas.



La reivindicación nacionalista es la demanda de un cambio que por sí mismo no cambia nada dentro del colectivo que se independiza. Este puede seguir tan alienado, insostenible y desigual como antes; puede dejar marginadas a otras minorías o territorios más pequeños, y puede ser perfectamente connivente con la explotación entre naciones.

El empuje de la sociedad civil nacionalista en países hiper-desarrollados, que ha decidido ser connivente con sus élites locales en esta aspiración, contrasta con la falta de empuje emancipador. Resulta paradójico que no se reivindique una mayor independencia respecto al sistema productivo que nos oprime a diario como principal aspiración una vez que se tiene suficiencia económica mientras se magnifica el problema de la dependencia territorial.

Por otro lado, la universalización de una lógica crecentista y competitiva, tanto entre empresas multinacionales como entre estados, está generando también problemas uniformes que sólo tendrán solución desde acuerdos políticos transnacionales para apostar por una relocalización económica cooperativa.

El nuevo paradigma a extender por el mundo tendría que incluir un cuestionamiento de la escala tanto en el ámbito corporativo como en la concentración del poder político o en la posibilidad de acumular patrimonio (que también implica poder político). Pero decidir con autonomía desde abajo y en ámbitos locales, (a escala humana), no tiene por qué llevar a la desconexión, a la irresponsabilidad sobre problemas comunes o a la ausencia de compromisos transnacionales vinculantes. La cuestión es cuál es la legitimidad de esos compromisos (que ahora nos imponen desde las élites corporativas), y no tanto el grado de independencia entre territorios.