20 mar 2012

El salario no es un coste

Las llamadas “políticas de oferta”, en las que se centra la ideología económica de los actuales gobiernos, imponen entre otras cosas la reducción de costes empresariales como forma de ganar competitividad, pero al contabilizarse como costes los salarios de los empleados, aplicar estas políticas es como convertir la reducción de salarios en objetivo de la economía. ¿No debería ser al revés, que la política económica buscase lo que dice buscar, es decir, la prosperidad general de la población?

Artículo 128.1 de la Constitución española: Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general.

Decir que el salario no es un coste parece académicamente insostenible, y sin embargo ¿qué lógica tiene un sistema económico cuyos métodos pasan por el empobrecimiento de la mayoría de las personas? ¿Acaso puede ser ese un objetivo económico deseable? Se entiende que un empresario lo considere un coste pero ¿qué sentido tiene que el gobierno adopte esa forma de valorar los salarios? No todos podemos ser empresarios. Por mucho que todo el mundo lo quisiera, el mercado sólo admite un número limitado de empresas. ¿Cómo puede un gobierno considerar un coste el salario de sus ciudadanos? ¿Cuál es su objetivo económico entonces?

No tiene sentido que lo que constituye el objetivo general de la economía, el aumento de la prosperidad de los ciudadanos, sea considerado a la vez un coste a minimizar. Es absurdo que el objetivo sea a la vez un coste. No se puede mejorar lo que se intenta eliminar. Es un despropósito decir que la contención salarial es necesaria para mejorar nuestra economía, que empobrecernos nos hará prósperos. Una vez más, los medios delatan el fin que se persigue. La patraña de la “moderación salarial” (entre el desenfreno de la especulación) sólo se sostiene si el objetivo es otro distinto al declarado.

La economía de una sociedad ha de entenderse como una gran cooperativa, y la política económica ha de estar más allá de los intereses parciales de los agentes del mercado. No debe alinearse con los intereses de los empresarios en contra de los demás. Su base social, su accionariado, es el conjunto de la población -no confundir con su media-.

¡Pero si son precisamente los empresarios quienes crean empleo!, dirá algún embebido de papel salmón. Sin embargo no hay que olvidar -aunque hoy día llegue a sonar extraño- que el empleo no es ningún bien si no es justamente remunerado, que no debemos dar las gracias por que nos elijan a qué dedicar nuestras capacidades sino cobrar por ello tanto como podamos, que el progreso económico pasa precisamente por cobrar más, no menos, una obviedad que los señores de la oferta quieren borrar de nuestro entendimiento a base de suplantar el lenguaje de la economía con el lenguaje de sus intereses económicos concretos.

Son precisamente los salarios los que consumen y con ello crean empleo (y beneficios). El empresario no crea la demanda. El talento del empresario sólo decide quién de ellos será el que se lleve el beneficio, el que cobre lo que puedan consumir los salarios. Trabajar más por menos dinero hará que trabajemos menos personas y con menos consumo. No se entiende que los empresarios que viven de las ventas locales apoyen políticas de reducción generalizada de salarios. Lo que ahorren en salarios hoy lo perderán en ventas mañana. Deberían escribirlo mil veces: el salario crea empleo (y beneficio). No es lo mismo la gestión económica de la empresa que la del conjunto de la sociedad de la que vive esta. El caramelo fácil e irresponsable de estas políticas lo pagarán caro en breve.

La reducción salarial generalizada, facilitada por la competencia global, acabará por reducir drásticamente el consumo, las ventas, las ganancias y el empleo de las empresas que no exporten, que son la mayoría. Las políticas actuales son contradictorias y sus adalides no son capaces de ofrecer una solución a su propia contradicción. Algunos admiten la dificultad económica a la que nos avoca este requerimiento de competitividad vía salarios que contrae la demanda interna, pero sólo son capaces de responder, con una acomodaticia resignación, apelando a una futura posibilidad de obtener así ventajas competitivas en el “difícil entorno global” que ellos mismos promovieron. Pero mientras la ampliación de la oferta que crearía empleo es sólo un futurible, la miseria creciente entre el beneficio de los que ya son ricos es un presente legalmente protegido.

Quien promueve esta forma de competir no tiene en mente los intereses de la población sino las oportunidades de la multinacional que le paga -o le pagará- a costa de la prosperidad de los trabajadores y a costa de la economía de su propio país. La coartada que hace posible ese engaño es la permisividad con que ahora se tolera la competencia de sistemas legales esclavistas, es decir, la globalización de la competencia sin una paralela globalización de las normas que la regulan y sin penalizar las formas de producción degradantes con los trabajadores y con el medio ambiente lejanos.

La competitividad y su fiel escudera la flexibilidad, admirada por las élites económicas que se benefician de ella y aclamada por sus esbirros mediáticos, se ha convertido en una virtud inexpugnable ante la educación masiva en este concepto. Pero una cosa es poder elegir a los empleados disponibles para un puesto en función de su adecuación al mismo y otra muy distinta poder hacerlo en función de lo que estén dispuestos a ceder en su nómina. La competitividad implica entre otras cosas la reducción de costes tanto como sea posible, y en un marco de competencia en el que se permite que el mismo trabajo no valga el mismo dinero para distintas personas, en el que se admite que una hora de vida tenga distinto valor en función del origen del trabajador, o en función de cuál sea su sexo, o dependiendo de si en su empresa existe o no convenio, en un entorno así, el salario pagado puede pasar a ser un factor de competitividad, se convierte en un suculento pastel de ahorro para el empresario, se trata como un mal a eliminar, se convierte en un coste, se pervierte su sentido.

Si las normas laborales fueran iguales en todo el ámbito de libre comercio, no sería posible obtener ninguna ventaja competitiva de la reducción salarial. Así la gestión económica del estado no tendría por qué considerar los salarios como costes sino como lo que son: la retroalimentación del sistema necesaria para que este siga funcionando, y un regulador de los flujos de riqueza y de redistribución de la misma. Pero la idolatría de la competitividad global deja a los estados convertidos en subcontratas de las multinacionales, sometidos al interés de los mercados, y sus ciudadanos deben darlo “todo por el rating” de las agencias de calificación, entregar su vida por los beneficios y velar por la cotización bursátil de las corporaciones.

La mera aceptación del término “competitividad” -y su “flexible” acompañante- no deja de ser una derrota, pero su más dañino efecto viene dado por el hecho de que sea legalmente posible considerar los salarios como costes y ganar competitividad mediante la reducción de sueldos, eligiendo a quien menos cobre por el mismo trabajo. Admitiendo que es partir de una derrota parcial, la pregunta podría ser ¿cómo podemos desvincular los salarios de los costes empresariales?

Si dejamos que sea el mercado el que se encargue de esta tarea, con reformas laborales a su favor, la única vía es la simple y directa eliminación de sueldos tanto como sea posible para sobreponerse a la competencia. Y teniendo en cuenta la enorme cantidad de personas sin empleo ni dinero dispuestas a trabajar, eso significa que vamos a trabajar prácticamente a cambio de la comida y endeudados. En todo el mundo. Más aún si tenemos en cuenta el creciente paro tecnológico que va conquistando terreno también al sector servicios. Otro efecto de esto es que sólo las clases rentistas podrán comprar más allá del consumo de subsistencia, con la consiguiente reducción generalizada también en la oferta -cierre de multitud de empresas-. Sumidos en su propia lucha por el mercado, los propietarios serán cada vez menos y más poderosos, encaminándose la producción hacia el mercado del lujo -actualmente en auge-, y la economía, hacia una plutonomía en la que sólo se produce para los ricos entre la miseria servil de los demás.

La alternativa consiste en que todos seamos partícipes de los beneficios del nuevo capital, partícipes del resultado económico, (ya que cada vez se valora menos la aportación laboral), y sin necesidad de aportar un capital previo. Ser beneficiarios del sistema económico conjunto ha de considerarse un derecho subjetivo. ¿Acaso no está justificado? No sólo tiene fundamento jurídico en la constitución y en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, (artículos 22 a 25), sino que además es de justicia: si hoy por hoy el capital puede ser tan productivo es por el aprovechamiento que hace de todo el trabajo y de toda la investigación del pasado, en gran medida financiados con presupuestos públicos, con dinero y esfuerzo de todos. En las últimas décadas se han ido abandonando diversas formas de participación en la riqueza con las bajadas de impuestos al capital, con las privatizaciones, con las reformas laborales y con los recortes de servicios públicos. Si aceptamos como punto de partida el nuevo contexto de intocable competitividad, la única opción pasa por diversificar las fuentes de nuestros ingresos.

Necesitamos una participación estable en los beneficios agregados de la economía, suficiente como mínimo para hacer estable una subsistencia digna. Un salario social, partiendo de una renta básica pero que no tiene por qué quedarse en eso, debe ser la retribución económica que todo el mundo reciba de la cooperativa formada por la sociedad en su conjunto, con independencia de su situación laboral. Los impuestos a los beneficios deben financiar siempre esto, y no debe ser entendido como subsidio sino como un derecho, una justa herencia y una justa retribución a la sociedad por parte de quienes están en posición de beneficiarse más del sistema, equivalente al derecho al dividendo que se reconoce a los accionistas. Quien además de cobrar el salario social tenga éxito económico en el mercado, ya sea como trabajador o como inversor, ganará más que ese salario social.

A cambio de la flexibilidad que nos han impuesto debemos exigir como mínimo que nadie quede excluido de una vida digna, incluyendo renta básica, vivienda y prestaciones como sanidad y educación iguales para todos. Eso que ha venido en llamarse “flexiseguridad” aquí se ha convertido en “flexitimo” olvidando toda seguridad. Sin embargo seríamos muy malos negociadores frente a los profesionales del negocio que han tomado la política si nos conformáramos con esto y no exigiéramos, más allá, que nadie quede excluido del reparto de beneficios derivado de la producción conjunta de la sociedad.

Nuestros ingresos no deben ser tenidos por un coste sino que su incremento debe ser precisamente el objetivo de la economía. El salario social puede ser el medio para ello, (junto a una verdadera promoción de los bienes comunes), con la ventaja de que no puede computarse como coste empresarial, el trabajador no necesita negociarlo en inferioridad de condiciones frente al empleador. Además esto facilitaría un reparto del trabajo sin quebranto económico para quienes reduzcan su jornada. Los actuales gobernantes hacen incuestionables los beneficios flexibilizando para ellos todo lo demás -medio ambiente, salario, condiciones laborales-. Va siendo o hora de establecer las prioridades: flexibilizar los impuestos a los beneficios tanto como sea necesario para preservar un empleo repartido y una vida digna para todos. Lo que en general hace falta es un gran “flexireparto”.

Por supuesto el dilema vuelve a surgir en la misma estrategia patronal: la competencia fiscal entre sistemas legales que comparten un mismo ámbito de libre comercio. Resulta difícil exigir a los beneficios -a los descomunales beneficios de los grandes propietarios- la financiación del salario social si a la vez hemos de competir en impuestos bajos en un mercadillo de naciones. Permitir el modelo del actual gobierno irlandés lleva a que todos tengamos que rebajar los impuestos como Irlanda para estar en igualdad de condiciones. Y los paraísos fiscales impiden una justa fiscalización de los volátiles capitales. Son estos desequilibrios legales los que han hecho que las políticas de oferta parezcan ser adecuadas. Al igual que en el caso del trabajo, sin esa desigualdad en las leyes, las rebajas fiscales no podrían marcar ninguna ventaja competitiva, y perdida esa coartada, quedaría patente el destino al que nos llevan estos medios (estas políticas): una creciente desigualdad social. ¿Es un dilema insalvable? Hay que matizar que Suecia, el país con mayor presión fiscal y con mayor proporción de economía pública de la UE, es uno de los más competitivos del mundo.

En realidad las soluciones son fáciles de entender. La crisis financiera que provocó la debacle económica, que luego mutó a crisis presupuestaria por falta de ingresos del estado, desembocando en una crisis social, debe resolverse mediante una “crisis tributaria“ sobre la riqueza. Pero es precisamente la fuerza de los mayores interesados la que complica todo, empezando por los argumentos que predominan en sus medios de comunicación, que son casi todos. De hecho, si las leyes favorecieran el aumento de los ingresos ciudadanos, (salario social, servicios públicos y bienes comunes), la recuperación económica sería tan fuerte que no debe aplicarse sin tener en cuenta el otro gran problema al que nos enfrentamos en nuestros días: calentamiento global, deforestación, extinción masiva de especies, crisis energética... A medida que la capacidad de consumo se recupere, se deberían imponer -no sugerir- criterios como el reciclado integral -cradle to cradle- o la reducción de emisiones hasta eliminar nuestro impacto ambiental, o mejor aún, hasta recuperar tanto como se pueda la destrucción llevada a cabo en los últimos siglos.

Y viceversa, es muy difícil que puedan aplicarse esos criterios de producción más exigentes y caros sin un reparto justo de la riqueza de modo que puedan pagarse esos sistemas más limpios sin que supongan una mayor exclusión social. Los salarios bajos presionan hacia un abaratamiento de la producción antiecológico además de esclavista. El consumismo es una especie de ludopatía que en realidad no sería tan destructiva para el medio ambiente si pudiera prohibirse cualquier forma de producción no reciclable -ahí es nada-, y si los costes de reciclado estuvieran incluidos en el precio del producto consumido, (nada que ver con el maquillaje verde de la RSC). Algo tan lejano en esta economía dependiente del petróleo que no quedará más remedio que reducir mucha producción superflua. Pero  como no se reparte ni la riqueza ni el empleo sino que su escasez se mantiene artificialmente, “nos vemos obligados” a cometer barbaridades ambientales con las excusas de generar nuevo empleo y de abaratar precios, y sin considerar como coste esa degradación de bienes comunes. El resultado es que el verdadero coste no se contabiliza como tal y sin embargo se considera coste precisamente el salario cuyo aumento debería ser el objetivo de la economía, y que ahora se deja al albur de lo que puedan dar de sí unos mercados a los que no se puede negar nada.

Esos mercados están ya dominados por los señores de la oferta y por tanto viciados por su poder: ni siquiera funcionan como mercados ya que las políticas que favorecen a los oferentes ahogan el otro lado de todo mercado, la demanda. Así, entre otras cosas nos exigieron la suspensión de las propias normas del mercado para rescatar a quien no lo necesitaba, a quien provocó la crisis, a quienes crean y controlan el dinero especulativo, como si sus entelequias monetarias fabricaran la verdad. Podemos aumentar la masa monetaria hasta el infinito a base de anotaciones contables e impresión de papel moneda, pero no por ello va a aumentar la riqueza real, el conjunto de bienes disponibles. Más bien al contrario, como actualmente ese dinero sólo se otorga mediante crédito, la economía real acaba estrangulada por la necesidad de devolver intereses crecientes y por las "ejecuciones" hipotecarias. Lo que sí es determinante es la proporción con la que participamos en esa masa monetaria, la forma de distribuir las participaciones en la riqueza. En el mundo hay más dinero anotado que riqueza real pero hay más de esta última que necesidades. La redistribución de la riqueza es el único incentivo que puede generar nuevo empleo, a través del consumo y de la inversión pública, y también el único incentivo que puede hacer viable una producción menos degradante con el medio ambiente y con las personas, al permitir límites ecológicos a esa producción, y al hacer posible el reparto del empleo restante.

Decir que el salario no es un coste supone pronunciar un anatema porque los empresarios se han apropiado del lenguaje de la economía y de sus significados. Obténgase el modo de desvincular el salario de la competitividad -ya sea mediante una equiparación global de convenios y el reparto del trabajo, o por medio del salario social y la equiparación fiscal- o nos conducimos inexorablemente hacia una plutonomía esclavista y medioambientalmente desastrosa.

El salario no es un coste sino el objetivo de la organización económica, (aumentar la prosperidad general). Si el trabajo deja de ser un medio para redistribuir la riqueza, si la empresa privada reniega de esa responsabilidad, habrá que buscar alternativas, porque esa redistribución es la única salida: exijamos un salario social. “¡Así se desincentiva el esfuerzo!dirá el empresario (aunque jamás diga que los beneficios insultantes y los sobresueldos banqueros puedan desincentivar a los patronos). Pero si lo que preocupa es poder orientar el esfuerzo ciudadano, hay otra forma menos idiota de hacerlo que crear artificialmente un amenazante y cruel pozo de miseria: algo tan simple como que el salario que cobre quien trabaja sea mayor que el cobrado por quien no trabaja. La miseria y el miedo a la misma sólo conseguirán debilitarnos en todos los sentidos minando con ello el futuro.

¿Por qué habríamos de mirar con recelo que las nuevas generaciones tengan mejores condiciones de partida? ¿No mejoraría eso sus opciones vitales? ¿No consideramos que tiene más opciones quien se cría en una familia próspera o acaso los empresarios desheredan a sus hijos y les obligan a vivir en la miseria para “estimularles”? ¿No ocurre también para el conjunto de la población que proporcionar, por ejemplo, buenos recursos educativos gratuitos y ayudas -no créditos- al estudio mejoraría las opciones del país? ¿No estamos arruinando ya el futuro asociado con la investigación y la ciencia por obstinarnos en esta política roñosa?

No podemos llegar a una sociedad mejor si no elevamos nuestras expectativas. Debemos aspirar a tener más tiempo libre, más fácil acceso al conocimiento y seguridad económica de partida. No se puede perseguir una vida mejor si a la vez tenemos que sentirnos culpables por querer librarnos de la esclavitud laboral. Actualmente se dificulta el acceso a bienes básicos para obligarnos a un productivismo que, lejos de llevarnos hacia un mundo más esperanzado, resulta degradante para el medio ambiente y para las personas. La actual cicatería de la política económica debería pasar a ser una rémora del pasado como las represiones de otras épocas.

Hoy día hemos llegado a un punto en que casi parece que fuera una inmoralidad querer cobrar un sueldo a cambio del trabajo mientras se acepta o incluso se admira ganar mucho dinero como rentista especulador, (perdón, como “inversor). Pero si tenemos en cuenta la empresa económica común de la sociedad, lo que realmente resulta un coste inasumible es la falta de moderación de los beneficios y sobre todo de los especulativos, los que se basan en la simple compraventa de activos y no en la inversión productiva, los que supeditan la sociedad entera y la vida misma a la cotización bursátil a corto plazo. Va siendo hora de exigir flexibilidad a la riqueza, reformas a su tributación, ajustes a los mercados y austeridad a los beneficios.

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2 mar 2012

El verdadero interés


Han querido hacernos creer que la desregulación de los mercados propiciada en las últimas décadas iba a traer consigo una mayor libertad y prosperidad. Pero ahora, fracasado el resultado de este desgobierno, afloran los dogmas, las obligaciones, las amenazas de castigo mediante el chantaje laboral, la obediencia y después de décadas de aumento continuo de la productividad, paradógicamente tenemos que empobrecernos y hacer sacrificios en favor de los mercados. Lejos de suponer mayor libertad individual, el culto a los mercados nos esclaviza y nos limita tanto como las tiranías o las filiaciones sectarias.

A pesar del supuesto progreso, la mayoría de las personas nunca ha perdido de vista la inseguridad económica sino que, al contrario, esta ha ido creciendo al pie de los anuncios de prosperidad. En consecuencia, sobrevaloramos la salvífica riqueza y a menudo tendemos a comportamos de un modo codicioso, individualista y competitivo, que es lo que quieren los privilegiados por este sistema y lo valorado por sus acólitos. Incluso quien vive en la abundancia sabe que la miseria existe, y que caer en ella es una posibilidad “convincente”: hay que “espabilarse”. Además se da por hecho que existir sin prosperar económicamente, sólo existir, es un fracaso, aunque se mejore en otros aspectos. La vida se valora en función del poder económico alcanzado.

Pero no todo el mundo puede prosperar. En una competición económica los puestos de “éxito” son limitados por definición y siempre habrá un porcentaje de población excluida del mercado. La distribución del éxito tiene una forma piramidal y debajo de la pirámide está la miseria y la explotación. Uno puede lograr moverse en la pirámide pero la forma piramidal no cambia: al aceptarla se acepta la desigualdad y que siempre haya una parte de la población excluida, un infierno social con la función de inculcar el miedo necesario para la sumisión. Esto implica que quienes viven cerca de la cúspide no sólo consigan más recursos sino que obtengan verdadero poder sobre muchas vidas ajenas (más allá de la mera organización del trabajo). Algunos invierten mucho dinero en dar forma a la pirámide social para que nuestra conducta cumpla con su deseo, para que temamos esa base de miseria y para que nuestro orgullo aspire a esa cumbre selectiva, con indiferencia hacia los excluidos y hacia los que, estando a nuestro lado, son convertidos en rivales por el reflejo de esa forma piramidal.

Apostar por la rivalidad indiferente es la reacción impulsiva que tiende a producirse en cualquier sistema nervioso en el que se vierta la percepción de estas condiciones sociales. Pero el ser humano no se limita a este determinismo de reacciones primarias: mostrar la lucha excluyente en el seno de la sociedad como el rasgo primordial de nuestra naturaleza es la gran mentira que nos han inculcado para que elijamos conscientemente ese abandono a la impulsividad sin reflexión. Así, dadas estas “reglas del juego”, a menudo se considera “listo” a quien se defiende bien en él sin cuestionar sus normas, a quien defiende su interés de un modo egoísta a despecho de los demás. En realidad eso no es más que la forma asocial de velar por el interés en uno mismo, sin utilizar los recursos superiores y las posibilidades plenas de lo humano, sin más sabiduría que el mero conocimiento técnico requerido para la lucha inmediata. El interés personal ensimismado que desprecia el bien común y elige la indiferencia como medio de vida, sin cuestionarse los cauces posibles que nos deja esta programación social, y sin cuestionar a quien los ordena, supone una forma limitada y contraproducente de entender el interés en uno mismo; es en realidad un síntoma de estupidez.

La verdad es que no hay un determinismo natural para esta rivalidad. Son las condiciones socioeconómicas las que nos avocan a un conflicto reductor. Que nuestros intereses se excluyan mutuamente viene determinado por este tipo de sistema económico, por la forma de regular los bienes del planeta, por las “reglas del juego” que elegimos. Sólo en condiciones de escasez hay incompatibilidad entre los intereses de las personas. Y aun con escasez, es la ausencia de distribución equitativa la que generaliza el conflicto. Pero en la sociedad de mercado la escasez y la desigualdad se instauran artificialmente incluso para los bienes que son abundantes de modo que se pueda elevar su precio, mantener la puja e imponer las deudas. Con ello se nos avoca a una lucha excluyente por la supervivencia económica cuya energía se pueda explotar.

Es curioso que mientras se organiza la sociedad en torno al elogio de este “productivo” egoísmo como algo natural, a la par se nos previene contra un conformismo económico poco productivo si no se endurecen las condiciones para ganarse la vida. ¿No será que en realidad nuestra tendencia natural una vez obtenida la suficiencia económica no es la acumulación sino buscar el beneficio de otro tipo de bienes, sociales o individuales, pero sin necesidad de muchas más cosas, y con menos trabajo forzado? Lo cual no equivale a inactividad, a irresponsabilidad ni a ausencia de progreso. La falta de competencia no anula el interés en nosotros mismos y en mejorar nuestro futuro. En realidad, cuando disponemos de energía, tiempo, conocimiento y libertad, no nos conformamos con sólo existir. Lo que sí cambia es nuestra orientación, que en ese caso se basará en la conciencia, en el conocimiento y en los valores. No aceptemos la idea de que el egoísmo mezquino es “lo natural”, como si la sociabilidad, el sentido de pertenencia, la capacidad de cooperar, la curiosidad, el aprecio de la belleza, el amor propio o el afecto fueran implantes ajenos a nuestra naturaleza y no hubieran surgido en ella. Es mentira que sin competencia no surja la iniciativa responsable.

Se está demostrando que lo irresponsable social y ambientalmente es la búsqueda de la riqueza sin consideración a todo lo demás. Y la “mano invisible” del mercado se está revelando como una mano estranguladora, como la incognoscible mano del nuevo dios al que hay que otorgar sacrificios para implorar su calma, cualquier cosa con tal de que se calmen “los mercados”. Qué fácil sigue siendo educar en la idea de que el sacrificio traerá por sí mismo el bien, vincular la abnegación al valor como en antiguos ritos sacrificiales, como si hacer el mal no costara esfuerzo, como si el mal no pudiera surgir del trabajo, como si los campos de concentración no hubieran sido gestionados por eficientes empleados, como si no estuviéramos destrozando y calentando el planeta mediante un laborioso y denodado sacrificio. ¡Y qué egoísmo tan raro este que para beneficiarnos exige que nos esclavicemos!

Hay que desgarrar el velo; hay que mostrar la verdad: no somos eso, ese mezquino mercadeo, esa devaluada mercadería, ese simple afán de lucro que nos convierte precisamente en mero lucro servil para otros. La riqueza relativa suele ser un problema de orgullo, de qué opinarán los demás sobre uno y su evolución, e incluso es más probable que un conflicto entre personas surja por orgullo antes que por dinero. A menudo somos fieles a valores sin saberlo: la riqueza no es más que el equivocado valor ideal de nuestra época, el mito moderno a cuya medida vinculamos nuestro amor propio, como otros vincularon al suyo el sacrificio por sus ideales, por su patria o por sus creencias, y arriesgaron su vida por ellos. Algo que sigue ocurriendo, para bien o para mal -según en qué se crea y cómo se defienda- pero en todo caso demostrando que no hay un determinismo economicista en la conducta. El amor propio es lo que prevalece incluso cuando, desesperanzado, conduce al suicidio, silencioso desprecio, silenciada disidencia.

Al contrario de lo que promueve el dogma actual, quien se conoce a sí mismo sabe que ayudar o colaborar es una satisfacción siempre que se perciba la necesidad y el valor de hacerlo, y siempre que sea uno mismo el que elija la forma de cumplir con sus motivos. A menudo el ser humano no sólo tiende a ser cooperativo y altruista sino que puede ver en ello un fin satisfactorio por sí mismo. Eso explica el voluntariado en los bancos de alimentos, por poner un ejemplo. ¿Hay alguien a quien le parezca mal esta labor de cobertura de carencias sociales? ¿Entonces por qué no se reconoce oficialmente su necesidad y se incluye en forma de cooperación social en los modelos económicos que nos imponemos? ¿Por qué ha de dejarse al albur de la caridad voluntaria? ¿Por qué no hay una fiscalidad acorde a esta valoración, que recaude lo necesario para no dejar tirado a nadie? ¿No debería avergonzarnos a todos la existencia de bancos de alimentos dependientes de donaciones y de voluntarios? Más aún, ¿por qué es legal nacer desheredado, sin derecho a la participación en una base de bienes comunes a la humanidad, (incluyendo el derecho al conocimiento acumulado históricamente del que sí se sirve toda industria)?

Por supuesto hay muchos cínicos refractarios al bien común o fanáticos de la competencia excluyente: son los que triunfan en este sistema especialmente diseñado para una amarga rivalidad, o para directivos psicópatas que quizá ni saben que lo son. En una sociedad organizada en torno a la coacción del poder privado, triunfan y mandan los menos aptos para otras pasiones, y una vez en el poder imponen una desintegración social y una competitividad que impidan otra forma de vida ajena a su mundo y emancipada de su autoridad. Una forma de vida independiente, apasionada, culta, comunitaria, cooperativa o alegre podría poner en peligro sus privilegios y su autoestima. Pero la realidad es que, en general, lo que determina nuestra conducta más allá del temor y del deseo no es la codicia sino los valores con los que nos juzgamos unos a otros y cada uno a sí mismo, el amor propio que nos hace sentir vergüenza u orgullo en función de nuestro cumplimiento con esos valores. Una vez pasado cierto nivel de suficiencia económica, lo que uno opina sobre sí mismo y sobre su vida influye en su bienestar más que los bienes materiales, incluso cuando no se es consciente de este principio. Si cambiamos los valores, como ya cambiaron en el pasado, si definimos mejor qué es realmente valioso y qué no lo es, qué debemos admirar y qué no, muchas puertas se abrirán.

Defender el interés propio es algo sano además de inevitable. En ello está el origen de la vida y en ello va el desarrollo de sus posibilidades plenas. ¡No hay vida sin ese interés en uno mismo! Pero somos seres sociales. Ese es el principio de nuestra evolución y de nuestra supervivencia como especie. Esa es precisamente nuestra ventaja en la existencia, y el desarrollo de nuestras posibilidades plenas también va a depender de ese principio. El interés individual pasa por cómo se configura la sociedad en la que vivimos. Nuestro bien individual está determinado antes que nada por la sociedad en la que se desenvuelve. La defensa de ese bien individual pasa por la defensa y el cuidado de los bienes comunes y por la colaboración con otras personas; depende de la riqueza del medio ambiente, de la riqueza del apoyo social, y de una relación emocionalmente inteligente con los demás, no sólo con los allegados. Si buscar el bien individual es quererse a uno mismo, algo más amplio que querer la propia cuenta corriente, el amor a uno mismo ha de velar por las condiciones del bien común e implicarse en su defensa.

Precisamente por una sana defensa de nuestro propio interés debemos cambiar esta idea de sociedad basada en la desconfianza social que actualmente se acepta como conveniente o como “la menos mala”, y valorar la creación de otra que realmente enriquezca las posibilidades de cada individuo desde su nacimiento tanto como sea posible. Es necesario comprender el beneficio individual y colectivo que se derivaría de ese tipo de entorno social. No hay una contradicción entre individuo y sociedad. Un apoyo social democráticamente instaurado es la condición de posibilidad de la liberación individual. El apoyo social incondicional y en origen, entendido como derecho social, es precisamente lo que permitiría la independencia de todo individuo respecto a las imposiciones domésticas. Y una verdadera individualidad, superior al simple individualismo materialista de la codicia, es justamente lo que puede poner de manifiesto la unidad íntima de todos los seres humanos.

Pero para ello antes debe cambiar algo dentro de cada uno: entender mejor dónde está nuestro verdadero interés. Aprendamos a querer de verdad la vida propia. Cultivemos una auténtica individualidad, algo muy distinto del egoísmo. A la codicia opongamos una forma más inteligente de interés en uno mismo. Busquemos el aprecio al tiempo propio. Confiemos en lo que nos dicen los sentidos, el conocimiento y la reflexión independientes. Comprendamos la estrecha relación que existe entre valores propios, valentía y vitalidad. En lugar de ambicionar riqueza aspiremos a elaborar pasiones personales, algo muy vinculado al conocimiento y al desarrollo libremente orientado de la inteligencia y de la sensibilidad. Comprendamos que cultivar estas no sólo requiere un duro ejercicio sino que, sobre todo, es un placer. En lugar de frialdad interesada busquemos sentirnos interesados. Al desdén impasible opongamos comprensión. En lugar de rivalidad busquemos cooperar. En lugar de una limitadora exclusividad aprovechemos las ventajas de compartir. En lugar de indiferencia busquemos alegría, (más relacionada con la empatía que con la risa). Y en lugar de buscar poder busquemos poder amar. Quizá tengamos menos cosas, pero disfrutaremos más. Aprendamos a querernos y hagamos sabio el amor a uno mismo. Es difícil cuando el sistema social y su educación juegan en contra de estos cambios, pero no es difícil empezar. Es posible apoyar las alternativas sociales que concuerdan con esto en la medida en que se vayan desvelando entre la realidad.

Así, si queremos una sociedad basada en valores, debemos orientarla según esos valores, no en función de su rentabilidad, (no en función de su posible salida al mercado). Debemos perseguir directamente lo que valoramos, utilizar como medio el mismo fin que perseguimos: en lugar de justificar la avaricia como medio para perseguir un supuesto progreso social, si realmente queremos lograr que nadie viva en la pobreza, debemos eliminarla directamente, repartiendo colectivamente bienes y recursos productivos, no mediante la suposición acomodaticia de que el egoísmo económico proveerá a todos, algún día, mientras la caridad particular pone parches a la miseria. Si queremos seguridad climática debemos inhibir todo lo que la socava, no “apostar” a que algún invento compensará nuestros destrozos. Si queremos una sociedad libre, debemos liberarnos como sociedad, otorgándola entre todos, protegiendo entre todos la libertad de cada uno. El cambio consiste en sustituir inciertas expectativas de futuro por la valoración del bien común presente como forma de eliminar la posibilidad misma de la exclusión social, el chantaje económico y las dependencias particulares que se derivan de ello.

Quizá no acabamos de comprender hasta qué punto los bienes comunes son un beneficio para cada uno, aunque sólo fuera por la garantía de no quedar excluido que suponen. Pero también porque la promoción de cada individuo puede ser beneficiosa para el conjunto como demuestra la historia de la cultura y de las invenciones humanas. En realidad la cooperación social en el procomún es una forma de ayudarnos que puede ir mucho más allá de la subsistencia. El conocimiento liberado en Internet es un ejemplo de esto mismo. No sabemos quiénes traerán las soluciones del futuro, pero habrá menos posibilidades de solución y menos avances a medida que más cerebros queden excluidos de la prosperidad y del conocimiento. Pasemos del egoísmo ingenuo al interés real: elijamos una sociedad económicamente segura, un ecosistema “próspero”, libertad para nuestro tiempo y el estímulo a la inteligencia colectiva que supone una riqueza cultural accesible a todos.

Con independencia de las dificultades técnicas que quieran verse a una liberación basada en el amparo y en el apoyo social, la realidad es que en general no se persigue, ni si quiera se valora eso, no se tiende a ello, no se estudia cómo podrían superarse los obstáculos de esa transición hacia el tiempo libre, el conocimiento y las pasiones personales. Nos confiamos al crecimiento del mercado y nos imponemos sacrifico por el mismo, y así la servidumbre, la dominación y la explotación ambiental son los valores predominantes en esta loca persecución del lujo, en lugar de valorar la suficiencia, la garantía de seguridad climática y el progreso del conocimiento de todos. Vivimos sumidos en la desconfianza social y en el odio al posible “gorrón” sin creer que una vida digna pueda ser un derecho. Y sin embargo, ¿de quién es todo? Pero si tenemos en cuenta los cambios de valores que ya se produjeron en el pasado, un pasado en el que no se cuestionaba la guerra y la conquista territorial como formas de prosperar, un pasado en el que se valoraba la sumisión a organizaciones religiosas, a monarcas y a tiranos, un pasado en el que la democracia no era ni siquiera un valor social a perseguir, ¿no sería una simplicidad pensar que los valores no pueden volver a quedar obsoletos? No importa de qué mundo venimos. Importa qué mundo queremos.

Pasada una época en que la escasez y la incapacidad productiva definían la necesidad más acuciante, deberíamos dar paso a otra en que la prioridad y el centro de las vidas estuviera en las posibilidades de realización personal en tiempo libre, aspirar a hacernos mejores en lo que cada cual valore en lugar de simplemente buscar más recursos materiales y servidumbre ajena. En la actual apuesta por exacerbar el crecimiento material conviven una capacidad productiva sobredimensionada con la miseria de una gran parte de la población. Y se da la paradoja de que cuando más conocimiento científico tenemos, más estamos degradando el clima. A esta ineficiencia global del mercado se añade que los continuos aumentos de la productividad no redundan en menos tiempo de trabajo sino más bien al contrario. Y es que cuando la vergüenza y el orgullo se miden en el ranking de los mercaderes, impiden decidir cuánto es suficiente, y nos condicionan para querer siempre más, como ludópatas, en lugar de una vida mejor. La riqueza es un mito. La riqueza no satisface la necesidad básica de una vida inteligente (salvo por su inculturación como valor con el que juzgarse). Los recursos deberían pasar a considerarse medios, no fines en sí mismos, y gestionarse con la idea de suficiencia, a la manera en que un pintor se provee de materiales para su dedicación sin que ese aprovisionamiento ocupe la parte principal de la actividad que ama.

La actual prevalencia del mercado roba a los individuos y a la sociedad en su conjunto la posibilidad de evolucionar hacia lo que en la humanidad es más elevado, lo que depende de la conciencia autónoma y de los ideales no forzosos; o simplemente anula la posibilidad de dedicarse al verdadero interés personal, a los intereses que trascienden lo crematístico. El mercado sostiene la pobreza, destruye nuestro entorno natural, roba nuestro tiempo y coarta nuestro pensamiento. Pensamiento que, superadas las necesidades básicas, debería poder centrarse en un desarrollo individual pero compartible, en pasiones ilustradas y elaboradas que puestas en común voluntariamente empujaran a la humanidad hacia un nueva forma de progresar.


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