3 feb 2012

Finalidad oculta y presente

Era bonito el trasiego colorista de los mercados antiguos, al igual que pueden obnubilar las novedades comerciales modernas, pero hasta el último puesto del último zoco basa su negocio en una serie de reglas en la trastienda que no son tan agradables. ¿Por qué hemos convertido las “técnicas de venta” en el pilar central de la sociedad y de la psicología de sus miembros, en su guía y su tótem, (hasta el punto de que los gobernantes no parecen sino unos “comerciales” de las grandes empresas)? Quizá porque el hambre y la miseria que en el pasado tuvieron tanta presencia en las actuales sociedades desarrolladas hicieron que estas quedaran deslumbradas por el crecimiento material que trajo consigo el productivismo y su mayor publicista, el mercado. Pero como nuevos ricos acomplejados por su mísero pasado, nos hemos entregado dócilmente a la bandera de la opulencia hortera, desquiciada y desequilibrada, y lejos de anteponer la salvación económica de todos a la búsqueda del lujo, aspiramos a estar en el lado próspero de la desigualdad. Aun a sabiendas de que nadie tendría por qué pasar calamidades dados los recursos actuales, somos incapaces de renunciar al pico de “progreso” material que equilibraría las cuentas. Incluso preferimos hipotecar el futuro, entregando la sociedad a los banqueros o degradando el clima, antes que sosegar la competición para dar prioridad a la suficiencia económica de todos y al futuro ecológico.

¿Acaso el ser humano no es más que esa ambición contable? Y por otra parte ¿cómo es posible que después de tanto progreso y entre tanta capacidad productiva ahora haya un número creciente de personas que estén pasándolo mal también en las sociedades desarrolladas? La realidad es que la socialización de cierta abundancia no fue fruto del libre mercado sino de la redistribución de la riqueza que trajeron las economías mixtas. Y fue la combinación de mercado y redistribución lo que desembocó en el modelo económico más productivo de la Historia, hasta el punto de que podría haber supuesto una reducción drástica del trabajo humano en favor de actividades más elevadas, menos materialistas y menos destructivas. Sin embargo en las últimas décadas el mito de la riqueza se ha impuesto y el modelo mixto se ha revertido, donde existía, en favor del mercado libre desregulado, esa especie de lotería social que exige un tipo muy concreto de sueño “personal”. Se trata, en realidad, de un sistema degradante y empobrecedor salvo para una minoría.

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Para entender esto último es necesario observar cómo el crecimiento económico propio del mercado se basa en un desequilibrio creciente: deben crecer las necesidades para sostener la oferta, aumentar los intercambios y ampliar así el mercado; debe sostenerse la desigualdad entre la riqueza de las personas para ordenar los “recursos humanos”; y debe devaluarse el entorno natural para alimentar al mercado con los recursos y los sumideros naturales sin precio. Ademas es un proceso transitorio porque su propio desarrollo lo lleva a convertirse en algo distinto a un mercado. El hecho de que esta transformación esté teniendo lugar en un plazo superior a la experiencia vital de una persona, gracias a la progresiva conquista del ámbito global, puede haber disimulado su evolución esencial, o incluso haber mostrado apariencia de relativa estabilidad. Pero lo cierto es que el desequilibrio crece y con él, el mercado se va transformando en otra cosa.

En contra de las apariencias, el mercado libre no consiste en un estado de permanente competencia e innovación en el que a cada hundimiento sucede una nueva creación, (como sugiere la “destrucción creativa” de Schumpeter), sino que detrás de esto se da una evolución conjunta con principio y final: la estructura misma del mercado va cambiando mediante un proceso excluyente en favor de un número cada vez menor de empresas cuyo tamaño va creciendo, y va dirigiéndose hacia un control estable de la oferta, sin competencia, dejando al final unos vencedores y unos vencidos. Y así como el monopolio o el oligopolio es el fin natural de todo mercado concreto, la plutocracia es el resultado al que llega una sociedad de mercado libre, una nueva forma de dominación feudal. Se trata de un proceso de apropiación particular legalizada mediante el cual quienes van ganando cada vez lo tienen más fácil para apoderarse de lo que le queda al resto, incluido su tiempo y sus capacidades. De manera que todo mercado encierra su propio final al conducir hacia un nuevo sistema de dominación y servidumbre en el que la solución de necesidades sociales ya no cuenta. Visto en conjunto, el mercado evoluciona mediante la “creación destructiva”, especialmente si añadimos los efectos para un entorno natural que, en el trabajo prioritario de competir, queda relegado.

Puede esperarse, como hizo Marx, que una rebelión de algún tipo -no necesariamente como las ocurridas en el pasado- interrumpa ese proceso. O puede que el colapso ecológico nos lleve a cambiar de sistema. Pero también puede ocurrir que el final al que conduce el mercado se consolide y pasemos a otra era de vasallaje, facilitada por la nueva tecnología de los amos y por la resignación de las masas. En cualquier caso, ese desenlace inherente al mercado tiene también unas repercusiones presentes para quienes estamos inmersos en su funcionamiento.

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Puesto que tiende a ese fin determinado, propio de su naturaleza, se puede decir que el mercado trabaja con ese fin, y en consecuencia, en la sociedad de mercado libre ese fin se convierte en la finalidad tácita de todos. Y tanto si uno es consciente de este principio como si no, sirve a esa finalidad antisocial y degradante por el mero hecho de estar defendiendo una propiedad privada, (ya sea la suya o la de los propietarios de la empresa que lo emplea). Algo que casi nadie puede eludir dadas estas condiciones, so pena de caer en la miseria y en la exclusión social.

La dominación, la servidumbre y la irresponsabilidad social a las que lleva el mercado, impregnan la psicología de quienes debemos participar en su funcionamiento. Actuando como medios de producción del mercado, (en forma de “recursos humanos”), nos vemos alienados por la necesidad de ser indiferentes frente a lo que no sea el éxito competitivo, tanto el propio como el de la empresa que nos emplea. La rivalidad que se vive en el trabajo, en la trastienda de cada puesto del mercado, y el miedo a quedar relegados por la competencia, se convierten en la vivencia principal de las personas, pues es en esa trastienda en la que pasamos la mayor parte de nuestro tiempo, la que domina nuestra vida. Y en general, como inversores particulares, (de dinero y de tiempo), como agentes del mercado obligados al “capitalismo popular” para subsistir, tendemos a ejercer poder sobre los demás, y a sufrirlo en aras de la rentabilidad en un entorno de desconfianza social.

La puja excluyente por mayores recursos lleva a que estos dejen de serlo para convertirse en objetivos en sí mismos. El medio se vuelve obsesivo. Como quien busca la violencia por la violencia, ahora buscamos la competitividad por la competitividad. Desde el momento en que el objetivo nacional y personal es la competitividad, se pierde de vista cuál era el motivo de para la misma. Así, la seguridad y la ampliación de posibilidades que esperamos de la prosperidad quedan marginadas en su búsqueda presente, en el inseguro trabajo, en la interminable competición. Y el orgullo por el estatus social con el que se sueña también queda arruinado por las humillaciones que impone su búsqueda. Si esto no se percibe claramente, si queda oculto entre los hábitos, es porque hemos interiorizado la lógica del mercado: al igual que antaño eran hábitos mentales el temor de dios y sus enfermizas inhibiciones, ahora nos abruma la exigencia de una conducta conflictiva, una mecánica que incuba el mismo mal que pretende evitar, un proceso que niega y aparta los mismos bienes que promete tras la riqueza que supuestamente se alcanzará. No hay coherencia entre el fin valorado y la manera de buscarlo.

Es necesario tomar conciencia de que la dureza de la competición no es un simple medio para llegar a un fin distinto, como afirman los defensores del mercado. La forma de hacer las cosas implica por sí misma unas consecuencias. Los medios empleados abren su propio camino paralelo al del objetivo declarado. Y a diferencia de este objetivo, que puede lograrse o no, los medios empleados ejecutan un trazado real con un destino fáctico, sin incertidumbre. Los medios determinan el fin al que se tiende.

Cuando alguien persigue objetivos políticos proponiendo la violencia como método y alegando que el fin justifica los medios, ¿cómo vamos a suponer que una vez conseguidos sus objetivos no va a estar dispuesto a utilizar la violencia para sostenerlos? Si se utiliza la violencia, se persigue una dictadura. Del mismo modo, si el sistema privilegia al más apto para la codicia indiferente y el poder privado ¿cómo esperar que una vez encumbrado y con más poder no lo utilice precisamente para impedir el fin de la miseria y de la servidumbre? El verdadero fin se expresa en los medios, y los medios delatan el fin. Seamos o no conscientes de ello, nuestro modo de actuar determina por sí mismo un fin. La manera de hacer las cosas, antes que el fin declarado, implica un resultado para uno mismo, para los demás y para el entorno material.

En el caso del mercado libre, su dinámica incluye la dominación y la servidumbre hacia las que conduce realmente; transfiere a sus integrantes estos fines no publicitados. Y viceversa, utilizando como medio el interés en poseer servicios y bienes, y teniendo a la responsabilidad social como un coste a minimizar, en realidad se está empujando hacia una sociedad basada en el sometimiento particular y en la irresponsabilidad colectiva aunque no fuera esa la intención de quienes participamos en ello; no se estará persiguiendo el bien social, por mucho que se sitúe este como logro a esperar. De modo que la finalidad subyacente para la que estamos trabajando en realidad no es una sociedad mejor sino dirimir el juego del  poder egoísta. Toda la sociedad gira en torno a las relaciones de poder privado. Hemos sustituido las tiranías dictatoriales por una multiplicación de despotismos privados. Y en última instancia, el principio que rige una sociedad de mercado libre es la servidumbre esclava como tributo a los propietarios hegemónicos, como finalidad oculta y presente de la competición.

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Salta a la vista que la rivalidad excluyente, la dominación privada, la indiferencia, la desconfianza, la inconsciencia social o la irresponsabilidad ambiental no son los valores más elevados ni admirados que a cualquiera se le puedan ocurrir. No estamos poniendo la organización social al servicio de nuestras mejores aspiraciones ni utilizamos en ella nuestras mejores cualidades. Trabajamos anclados a valores mediocres. Esa es nuestra vivencia cotidiana en la creencia de que, una vez más, el fin justifica los medios. Y sin embargo, los valores que más deberíamos cuidar son precisamente los que prevalecen en nuestras actividades cotidianas, pues a fin de cuentas, es en ellas donde vivimos, donde se centra nuestra vida. Es en los medios que utilizamos, en la manera de perseguir nuestros objetivos, donde debería predominar lo mejor de nosotros mismos, más que en el objetivo perseguido que siempre se renovará por otro.

Pero esto no es algo que normalmente uno pueda elegir como opción individual. Somos seres sociales. Dependemos de la sociedad y estamos condicionados sobre todo por el sistema social con el que funcionamos, y por la cultura de la que surge este. Sin transformar el sistema, serán muy limitadas las opciones individuales. Y sin cambiar la cultura que educa los valores, será muy difícil cambiar el sistema. Entre tanto quedarán marginadas otras posibles inquietudes humanas, otros valores mejores, los placeres superiores, un verdadero crecimiento personal, otras formas de conciencia, otros modos de relacionarnos, otras formas de comprender y de disfrutar el interés personal diferentes de este mezquino solipsismo económico.

Vivimos en nuestras actividades cotidianas, y por tanto, el medio de buscar lo que ambicionamos es el medio en el que siempre vamos a vivir, ya que siempre vamos a ambicionar algo. Ese medio es el que requiere una revolución para que la humanidad pueda avanzar como tal, conjuntamente y no destruyéndonos como animales, (o peor aún, pues estos cesan su pelea una vez alimentados, no la continúan para “dominar el mercado” o para enriquecerse). Es necesario sustituir un sistema apoyado en la rivalidad excluyente por otro basado en la cooperación social, la actividad libremente elegida y la conciencia individual. Pero esta utopía sólo será alguna vez posible si empezamos por reducir la tensión del mercado repartiendo el trabajo ineludible y los frutos del mismo, y liberando así tiempo para lo más valioso, lo que nos hace plenamente humanos en lugar de meros consumidores infantilizados, por un lado, y mecanismos productores sin elección, por otro.


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SLOW: Una nueva cultura del tiempo



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El fin de los mercados - (Serie completa): 


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