7 nov 2011

Beneficios legales

Cada sistema legal establece una forma concreta de distribuir los flujos de riqueza, (entre otras muchas cosas). Un sistema legal viene a ser por sí mismo algo parecido a las tablas del IRPF. La redistribución de la riqueza no viene determinada sólo por estas tablas sino también por todas las demás leyes que configuran lo que se puede hacer y lo que no se puede hacer en lo que atañe a la economía de un país. Esa programación legal, que engloba todas las leyes laborales, fiscales, medioambientales, de protección social y de servicios públicos obligatorios, determina una forma concreta de repartir el resultado económico. Es decir, tanto quien se enriquece como quien cae en la miseria no llega a esa situación por su cuenta y sólo por sus propios méritos o deméritos, como pretenden hacernos creer los defensores del actual modelo centrado principalmente en el mercado libre, sino que el entramado legal de la sociedad determina en gran medida a quién ha de favorecer más y a quién ha de hundir, qué talentos han de valorarse más y cuáles menos, o hasta qué punto hemos de sacrificar nuestra vida y nuestro medio ambiente en el altar del sacrosanto PIB y sus patronos.

De modo que en realidad, todas las rentas y todos los beneficios los decidimos en el marco legal del que nos dotamos. En un estado de derecho no caben emprendedores independientes cuyo beneficio puedan considerar suyo como si vivieran por sus propios medios en una selva. En un estado de derecho ese bosque es la sociedad, además del medio ambiente compartido. Los empresarios sólo pueden serlo en la medida en que ese bosque social sea próspero y por ello brinde oportunidades. Cuando alguien que se ha enriquecido pone el grito en el cielo por el porcentaje de ganancia que debe a hacienda, (mucho menor que en el pasado), debería pensar también en la ganancia con la que la sociedad le ha retribuido por sus supuestos méritos. Estos miopes que justifican sus beneficios como si fueran independientes vaqueros en la pradera no quieren asimilar que la pradera de la que sacan sus rentas es el trabajo de todos y el consumo que los trabajadores pueden realizar con sus salarios. Viven de la sociedad y de las leyes que determinan el reparto de ganancias de ese trabajo. Deberíamos llevar a cabo una reflexión colectiva sobre la retribución del verdadero mérito y hasta dónde debe llegar esta.

En España quien gana mucho dinero especulando, ya sea por haber calculado bien qué iba a subir o a bajar en bolsa de un día para otro, ya sea por haber recibido la información confidencial oportuna o por la suerte de su posición social de partida, se quedará con el 79-81% del beneficio así obtenido, con independencia de la cuantía o de su riqueza, bastante más que cualquier profesional cualificado que obtenga un salario por haber dedicado años de estudio y especialización a un talento realmente útil para los demás. Fue en 2007 cuando nuestro sedicente socialismo desvinculó las rentas del capital de las del trabajo, todo un hito fiscal por el que a buen seguro, corrió mucho cava entre los afortunados con ese premio. Es decir, quien tenga dinero tiene claro que con nuestras leyes la primera opción no es ni formarse ni invertir en algo productivo sino colocarlo en manos de expertos gestores de fondos de inversión global, (léase fuga de capitales). Ahora el PP ha propuesto que las rentas del capital ganen aun más a costa de las arcas públicas, (rebajando su tributación). Con el PPSOE (y sus muletas CiU-PNV) las medidas son las mismas en tiempos de beneficios y en tiempos de crisis. Antes para competir mejor en este mercadillo de naciones y ahora para salir de la crisis a la que nos ha llevado lo anterior, pase lo que pase se empuja hacia el mismo lado. ¿No cunde alguna sospecha de hipocresía entre sus votantes o acaso son todos millonarios?

Por otro lado, si hablamos de mérito, de valor social a reconocer, ¿acaso no tiene ningún valor la vida por sí misma? ¿No deberían garantizarse unos derechos sociales mínimos con independencia de lo que uno logre hacer? Sanidad, educación, vivienda y una renta básica para cubrir las necesidades vitales son recursos a los que todo el mundo ha de tener acceso y por los que el estado tiene obligación de velar, aun cuando luego se exigiera un trabajo en compensación. Si lo que preocupa es que se pueda vivir sin trabajar, búsquese un trabajo para quien lo necesite. Quien administra las leyes y la recaudación tiene capacidad para hacerlo. No es lo mismo exigir un esfuerzo que dejar en la miseria a una parte de la población sin posibilidad de utilizar su esfuerzo, especialmente cuando sí hay cosas importantes que el estado debe promover. El colmo del cinismo es rebajar la protección social con el argumento de que eso estimulará la búsqueda de empleo cuando tenemos en las colas del paro millones de personas pidiendo trabajo, personas que en el pasado reciente han demostrado su disposición al trabajo porque no estaban en paro. Aunque todas estas personas fueran ingeniosos y “hambrientos” emprendedores, eso no cambiaría el número de empresas o de puestos de trabajo que pueden crearse. Ese número está condicionado por las posibilidades de la demanda, una demanda que mengua precisamente cuando las leyes restan derechos y riqueza tanto a la mayoría de la población como a los estados.

¿Y acaso el equilibrio ecológico del que en última instancia dependemos todos no merece un valor que supedite la “creación de riqueza” a este equilibrio? En multitud de ejemplos ocurre que lo que llamamos “valor añadido” no es sino proliferación de caprichos vanos cuya producción deteriora el clima. ¿Merece la pena un crecimiento económico y un empleo a tiempo completo dedicado a deteriorar esa estructura permanente de nuestra vida que es el medio ambiente para producir la renovación continua de lujos provisionales? Es curioso escuchar a sedicentes liberales afirmando que la propiedad privada es sagrada. Quizá ha llegado la hora del agnosticismo. Hemos sustituido la tiranía de los estados, (el antiguo absolutismo o los totalitarismos del siglo XX),  por la multiplicación de tiranías privadas. Sin embargo, el uso de la propiedad particular no debería pasar por el deterioro del bien común. Por mucho que mi finca sea mía, no debería poder utilizarla para degradar en ella la atmósfera compartida, o para plantar césped mientras algún vecino se esté muriendo de hambre. Las leyes que dejan el mundo a la suerte que pueda correr con la proliferación de iniciativas privadas nos han traído el peligro climático, el deterioro social en los países prósperos y la explotación inhumana en los empobrecidos.

Tanto la distribución de los flujos de riqueza como la posibilidad de morirse de hambre o la de provocar el colapso del clima dependen de las leyes de las que nos dotamos, y las leyes actuales abogan en casi todo el mundo por la defensa del despotismo privado sin restricciones, y por la desprotección de las personas y de su entorno. Al mercado libre en el que compiten los déspotas no le preocupan ni el mérito ni la vida. Su funcionamiento es inconsciente como el de un autómata, y regular a favor de su expansión sin límites es como eliminar esos valores de la sociedad. Quien se esfuerza en ganar mucho no está realizando ningún bien social con ello. Eso depende del marco legal en el que se decide cómo se puede ganar mucho, qué tipo de esfuerzo se ha de premiar. Y en el mercado actual ese esfuerzo que se premia bien puede compararse al de un pirómano, al de un fanático o al de un psicópata. ¿Merecen premio los desvelos de estos tres ejemplos por muy sacrificado que sea su empeño? ¿Merecen el premio que no dejan de llevarse los banqueros que provocaron la burbuja inmobiliaria y la crisis, o los dueños y ejecutivos de las grandes corporaciones que se llevan los beneficios a los paraísos fiscales y la producción a los infiernos laborales?

Los adalides del mercado abogan por que las leyes del estado no defiendan los valores sociales y ambientales, dejándolos a merced de la caridad y de las opciones individuales. Sin embargo para ellos es crucial que las leyes sí defiendan la propiedad privada plena y libre de interferencias. De ese modo el medio ambiente y las necesidades humanas más básicas se convierten en una fuente de negocio y servilismo. Pero además esa forma de regular la economía determina unos límites para las posibilidades de la acción concienciada individual. Por mucho que los ciudadanos quieran comprometerse personalmente con el medio ambiente o con la solidaridad, es imposible que conozcan todas las implicaciones de su consumo, (qué materias primas componen todos los bienes entre los que pueden elegir, de dónde y cómo se extraen, en qué condiciones se fabrican, si los trabajadores son niños esclavos o no, si se basan en tratados comerciales justos, si dependen de la corrupción y el apoyo a tiranos, etc.). Los individuos concienciados luchan en desventaja contra un sistema legal que encauza unos flujos económicos en sentido opuesto. Esa lucha es como fregar con el grifo abierto vertiendo agua sobre el suelo, (viejo dicho nórdico). Y a menudo también es imposible que los pequeños productores puedan sustraerse a las condiciones de competencia del mercado que establecen las leyes: incluso si un productor se planteara una forma sostenible de producir implantando métodos más responsables aunque fueran más costosos, quedaría en desventaja frente a quienes se aprovechan de lo que la ley permite, y al no vender se hundiría.

La única posibilidad real de cambiar las cosas pasa por cambiar las leyes y la gobernanza. Y la opción individual que realmente cuenta es la conciencia política y su orientación transformadora a través del voto, la implicación en el debate, la vigilancia de las instituciones y la participación democrática. Los partidos comerciales no pueden representar a los ciudadanos.








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2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy bueno, de verdad, me ha gustado mucho. Algún argumento puntual se podría reforzar (el césped de mi vecino, por ejemplo) pero la globalidad es chapeau.

Piotr

Javier Ecora dijo...

Gracias Piotr. Lo importante es que hagamos correr este tipo de ideas que dependen del conocimiento (de la conciencia) y que, por sensatas que sean, no pueden tener respaldo del gran capital precisamente porque le ponen condiciones.