22 sept 2011

"Memoria del saqueo"

El domingo pasado pudimos ver en los telediarios de rtve a la presidenta de Argentina diciendo que el mundo tiene los ojos puestos en su país porque “lo que está pasando en el mundo se parece mucho a la Argentina del año 2001”.

En los años de burbuja inmobiliaria, cuando la crisis sólo era un futurible, (a pesar de que para la mayoría era imposible independizarse sin hipotecarse de por vida, y el aumento de precios que había llegado con el euro no concordaba con lo que decía el IPC), un argentino que residía en España le dijo a un amigo mío que lo que estaba pasando aquí le recordaba a la Argentina anterior al corralito.

Quizá sea un buen momento para repasar qué ocurrió allí en 2001 y cómo se llegó a ello. Este espléndido documental de 2004 lo explica: Memoria del saqueo. Fue emitido en rtve en 2006. Un gran trabajo del director Pino Solanas.

Detrás de la corrupción y de las ruinas públicas está la intervención de élites privilegiadas y de grandes corporaciones, del propio país y de otros, apoyadas por el consenso internacional sobre las políticas neoliberales. Y como dice Susan George en la excelente introducción de su libro Sus crisis nuestras soluciones, no hace falta pensar en una conspiración oculta, ocurre delante de nosotros. Con diferencias particulares entre unos países y otros, la realidad muestra unas similitudes de fondo en lo que ocurre en el mundo. Es más cómodo tratar de no ser desconfiado y negarse a aceptar que la organización económica global pueda ser tan ominosa, pero algo ha de explicar los desastres sociales entre la abundancia, y los daños ecológicos entre las maravillas científicas. Siempre hay alguien que se aprovecha de la pereza intelectual ajena. La confianza, como siempre, hay que buscarla en la reacción popular que va constituyéndose, (Foro Social Mundial, Consenso de Barcelona, Consenso de Estambul, #15m)

16 sept 2011

La leyenda de la inversión privada. (5/5) La insuficiencia del mercado

(5/5) La insuficiencia del mercado
Si la gestión de bienes abundantes se deja en manos del mercado, este procurará que sean escasos para mantener el precio. Si, por ejemplo, el empleo no se distribuye entre la población ocupable, el empresario podrá cobrar una mayor entrega de los trabajadores a cambio de ese empleo difícil de encontrar. Otro ejemplo es el caso del agua en Bolivia, bien ilustrado en la reciente película de Icíar Bollaín También la lluvia. Del mismo modo, las distribuidoras de música que ahora ven peligrar su negocio porque las posibilidades de distribución han dejado de ser escasas, pugnan intensamente por lograr restricciones legales para lo que es abundante. Así mismo, acaba de limitarse la posibilidad de que los ayuntamientos ofrezcan wifi gratuito en sus poblaciones para favorecer con ello a las compañías de telecomunicaciones. En todos estos casos lo que ocurre no es que la gestión de un recurso escaso se entregue a los inversores privados para que lo mejoren en complicidad con su propio interés, sino que un recurso accesible se limita para que los mercaderes puedan hacer negocio con él.

El abandono de la oferta al criterio de la rentabilidad limita innecesariamente esa oferta posible, (como bien se ilustra el documental Sicko, de Michael Moore, para el caso de la sanidad privada). A menudo se menciona la necesidad de que los laboratorios ganen dinero para que puedan desarrollar nuevos medicamentos. Pero la realidad es que la propia investigación científica, ese símbolo del progreso, queda restringida cuando se deja en manos del mercado: la corporación privada no tiene mucho que ganar en la investigación de soluciones abundantes y baratas. De hecho coincidirá con su interés que no se comercialicen tales soluciones escasamente lucrativas, y que, en cambio, se cronifiquen las enfermedades que dependen de ciertos medicamentos rentables que ayudan pero no curan. Por contra, el mayor experimento científico de la humanidad está siendo un éxito con presupuestos públicos, gestión pública, mediante una colaboración supranacional que deja obsoleto el concepto de frontera, y con trabajadores vocacionales, (que seguramente podrían ganar más dinero con su talento si se hubieran dedicado a gestionar grandes empresas o fondos de inversión pero que, a pesar de eso, están donde quieren estar), por mencionar sólo alguno de los muchos ejemplos de excelencia investigadora promovida con recursos públicos.

Actualmente, a pesar de la disponibilidad de recursos suficientes para cubrir las necesidades básicas de todo el mundo, el objetivo de maximizar la rentabilidad de los inversores particulares hace que el resultado global sea desastroso: es ineficiente en cuanto a satisfacción de las necesidades de los trabajadores, pues a pesar de tantos años de incrementos de la productividad aún deben trabajar demasiado para pagar cosas básicas (como su vivienda); es un resultado calamitoso en cuanto a la gestión de los recursos naturales, cuyo deterioro no se computa como coste; y es un funcionamiento completamente ineficaz en el objetivo de acabar con la miseria y la muerte por inanición. Después de décadas de apertura de los mercados, estos no sólo no están acabando con la miseria más radical sino que están entre los motivos de su aumento. La política económica que mima a la inversión privada favoreciendo la rentabilidad de las empresas, (entregándole todo el control de la oferta, reduciendo sus costes laborales, eliminando restricciones ambientales y rebajando su tributación), tiene por señas de identidad la explotación laboral, la exclusión social, el deterioro del medio ambiente y la escasez artificial. ¿Acaso es este el funcionamiento óptimo de la economía, la eficiencia prometida por el sector privado?

Dos claves explican esta ineficiencia global del mercado. Por un lado, las restricciones al reparto del trabajo y de la riqueza conjunta obligan a todos a entregar la mayor parte de sus energías a un capitalismo popular solipsista, inconsciente de la evolución común. Nuestra propia subsistencia dependen de cumplir con las reglas de la competencia excluyente alimentando así a los mercados con nuestro trabajo y con nuestro dinero por poco que sea. La ley del más fuerte hace el resto, y las mencionadas limitaciones propias del mercado se revelan por sí mismas como un automatismo social. Por supuesto, también colabora mucho la mitificación inexpugnable de la riqueza como valor supremo de una gran parte de la población dispuesta a sacrificar su vida en el empeño de lograrla.

Pero por otro lado, además de una creciente clase de excluidos y una menguante clase de siervos, hay una tercera clase social velando por que las cosas sean así, la clase “pudiente”. Esta es la actual denominación comercial, un tanto pudorosa, para hablar de los nuevos señores feudales que dominan la oferta, y con ella a la población. Son los poderosos, o dicho en el lenguaje de la mitología actual: los grandes inversores privados. Son ellos los que financian descaradamente los lobbies de influencia política y las llamadas “puertas giratorias” que llevan a sus lacayos a la política y de la política de nuevo a sus empresas. Son decisiones conscientes las que financian el proselitismo de un mercado libérrimo en los medios de comunicación de masas. La ineficiencia social del sistema no se debe sólo a un funcionamiento defectuoso o a un egoísmo popularizado: sabemos a quien beneficia el mismo; conocemos la operativa de su cabildeo; y a menudo no se molestan en disimular sus inversiones en influencia política. No hay inocencia en la organización del mercado. Salvo quizá la del excesivo número de engañados que actúan como ratones votando a gatos. Con las leyes actuales, la opinión de quienes manejan mucho dinero puede pesar mucho más que un voto. Y con ese peso, pueden a su vez condicionar las leyes.

La política económica orientada a maximizar la rentabilidad de las empresas sin contemplaciones con el medio ambiente y sin atender a toda la población, debe considerarse una forma de dictadura, con su propio historial de exterminio. En este caso un exterminio por omisión, (sin necesidad de cámaras de gas). Es una política muy cómoda para los privilegiados que disfrutan de un mundo exclusivo y de una población servil, una población atemorizada ante quienes gestionan la escasez global en la oferta de alimento, y ante quienes gestionan la escasez de empleo. Pero el mercado y la inversión privada no necesitan apoyo político para funcionar: tienen su propia tracción en el lucro interesado que los da origen y los mueve. La política económica debe trascender esa dinámica, (esa herramienta si se quiere), y atender el conjunto económico, el bien común y la distribución de su uso; poner al ser humano en el centro de su atención.

Mientras alguien carezca de lo básico para subsistir, no está justificado que ni los ricos ni los demás tengamos algo más que lo básico para subsistir. Este principio ha de incluirse en los modelos económicos de modo que no pueda considerarse crecimiento aquel que se da a costa de la exclusión de alguna persona. Poner la inclusión social como objetivo de las políticas económicas -a futuro- es simplemente inaceptable, porque supone que, teniendo recursos para evitarlo, alguien va a pasar miseria hoy mismo. En el marco global, los cacareados "objetivos del milenio" son indecentes por trasladar al futuro la solución al sufrimiento actual, la solución a las muertes de hoy mismo. En lugar de objetivos deberían ser condiciones: las condiciones del milenio, o simplemente, las condiciones del crecimiento. Mientras esto ocurra, mientras la economía no sea inclusiva, el crecimiento no estará teniendo lugar, es un engaño. No es crecimiento económico conjunto el que excluye a algún individuo de ese conjunto. Del mismo modo, tampoco es crecimiento el que se da a costa de la degradación de los derechos sociales, o a costa de la degradación del medio ambiente. Eso es sólo un trasvase de recursos, no crecimiento económico.

Tanto el genocidio económico como las miserias locales, tanto los problemas ecológicos como la ineficiencia global, tanto la desmoralización como la falta de libertad tienen su origen en la misma raíz: una política económica que cuando no está ausente, está al servicio de la inversión privada. Pero el mercado no puede funcionar más allá del círculo de personas que tienen dinero. Ese es su límite, su frontera infranqueable, el final de su ámbito de aplicación. Para el mercado, más allá nadie es digno de ser atendido.  Precisamente el hecho de que las empresas y los inversores optimicen su rentabilidad, lleva a que el mercado no cubra las necesidades reales. Y dentro de su radio de acción, la gestión privada velará por que las personas no se liberen completamente de las carencias que alimentan el negocio de la empresa. ¿Significa esto que la empresa no debería buscar la rentabilidad? No. Significa que el criterio mismo de la rentabilidad no sirve para cubrir las necesidades de la sociedad por mucho que se favorezca a los inversores. De hecho es destructivo si confiamos todo a él como sugieren los partidarios de la privatización de todo. El mercado no es suficiente para todos ni puede serlo aunque suponga riqueza para una parte. En realidad necesita mayores controles para que no sea dañino. En definitiva, es necesaria una política económica que maneje el mercado como se domeña una herramienta, al servicio de las personas, y que defienda y acreciente unos bienes compartidos sobre los que pueda erigirse la dignidad y la plenitud humanas con verdadera independencia individual.

Las personas, sus derechos ciudadanos y sus aspiraciones más elevadas, han de recuperar el centro del discurso político, ahora ocupado por la mitificación de la empresa que exige degradar la vida a su servicio sin ofrecer a cambio más que una solución parcial y excluyente.  

15 sept 2011

La leyenda de la inversión privada. (4/5) El sadismo productivo

(1/5) El inversor fantasma
(2/5) La ayuda fantasma
(4/5) El sadismo productivo
Para que una economía redistributiva sea posible, antes de nada tendremos que desterrar ese prejuicio social según el cual quien no haya trabajado duramente no merece tener nada; tendremos que deshacernos de ese recelo malsano atento al esfuerzo ajeno propio de épocas en que el problema era la carencia y no el exceso de “capacidad instalada”. Tendremos que dejar atrás ese dogma productivista sádico, quizá recuerdo de una culpa religiosa, que obliga a purgar algún ignoto pecado original con el sudor de la frente para poder justificar la vida, ese miedo a la libertad ajena -o a la propia- que sufren muchas personas cuando no ven a todo el mundo sujeto a una dura obligación. Es hora de abandonar la desconfianza social y de aceptar que podemos reconocer valor a la dignidad humana por sí misma. Es más, va siendo hora de aceptar que un exceso de productivismo, ambiental y socialmente destructivo, a menudo está actuando contra esa dignidad humana a la que aspiramos, o dicho de otro modo, esta perjudicando nuestra plena salud mental junto al medio ambiente del que dependemos. La vida para la inversión económica no nos lleva a lo mejor de nosotros mismos; su promesa es un mito nacido en épocas de escasez en las que lo básico parecía lo fundamental.

En virtud de ese recelo social que prima el trabajo como condición para el reconocimiento de la dignidad, se da por hecho que cualquiera puede “espabilarse” y hallar un hueco en el mercado, haciéndose “emprendedor”, pero no se hacen estudios de mercado para determinar cuántos huecos puede admitir un mercado en su conjunto, cuáles son sus límites, antes de decidir que todo el mundo puede hallar su “nicho de mercado” “buscándose la vida”. Sin embargo, a medida que la mayoría de la población se empobrece con el extremismo salarial, (arteramente llamado “moderación” salarial), la renta disponible para alimentar esas oportunidades de negocio también decrece. Si no hay dinero que pueda comprar algo, no hay oferta rentable que sea posible por muy deseable que fuera la innovación ofrecida. Así, el ciudadano que pierde su trabajo por los ajustes y ve menguar la protección social, también tiene que oír que no sea un zángano lelo y que se convierta en empresario, a la vez que se recortan las rentas de quienes podrían comprar el producto de su nueva empresa. Lo llaman “libertad económica”, o incluso “libertad” a secas. Y se quedan tan anchos como su sillón les permite. Los grandes inversores y sus voceros paniaguados saben que sus gobiernos “creen” en ellos y que no van a imponer una moderación de los beneficios sino que, al contrario, van a favorecerlos y van a vender la idea de que esos beneficios serán buenos para el país, algún día.

Y la idea cala. El número de indignados con los políticos comerciales no supera una masa crítica que pueda cambiar las cosas. Al contrario, multitud de fieles que han escuchado demasiadas homilías de mercado son capaces de indignarse con quien recibe las mal llamadas ayudas sociales, (que no hacen sino poner en circulación dinero para la economía real). Sin embargo no debería hablarse de ayudas o de subsidios sino de lo que en justicia le corresponde a cada uno, porque ¿de quién es todo? ¿De quién es ese todo del que sólo sacan partido unos pocos que a la vez no tienen reparo en degradarlo? Aun suponiendo que todo el mundo deba rendir algún trabajo a cambio de su subsistencia, (pues la producción aún no está tan automatizada como para prescindir totalmente del trabajo, aunque sí se podría repartir mucho el mismo), cabe preguntarse por qué es el ciudadano el que ha de encontrar trabajo antes de cobrar un sueldo aun a sabiendas de que no hay trabajo para todos. ¿No es un sarcasmo cruel decir a 10 personas que busquen trabajo si quieren vivir cuando sólo hay 8 puestos de trabajo y la riqueza campa a sus anchas entre una minoría? Primero la renta y luego el trabajo. Asignar un trabajo a quien cobra del estado es responsabilidad del estado, (por ejemplo en servicios sociales, asistenciales y medioambientales que de otra manera no se cubren), pero nadie debe quedar excluido del sistema económico. No se trata de crear “oportunidades” para todos si no de que todos tengan la “posibilidad” de ganar un sueldo. Las oportunidades dependen del imprevisible azar del mercado y de sus límites. La posibilidad, en cambio, se puede y se debe garantizar públicamente, entre todos, con la parte alícuota que a cada cual corresponda en función de sus ingresos, a través de instituciones tan democráticas y transparentes como sea posible.

Desde el punto de vista ecológico, la redistribución del trabajo y de la renta también sería saludable: evitaría la necesidad imperiosa del crecimiento económico sin fin. Si el sostenimiento de la población no pasa inexcusablemente por la creación de empleo nuevo sino por el reparto del que existe y de su fruto, se reduciría la presión sobre el medio natural llevada a cabo para buscar como sea ese crecimiento proveedor del necesario empleo. Se podrían parar proyectos devastadores, (como desmochar majestuosas montañas para construir pistas de esquí), sin que nadie pudiera alegar que el futuro económico de sus hijos depende de esa destrucción. La redistribución junto a la producción pública de al menos los bienes básicos, permitirían un desacople de la necesidad imperiosa del crecimiento económico. De este modo podría exigirse una huella ecológica sostenible para toda producción y se podría asumir que el crecimiento ha de estar condicionado a lo posible en cada momento sin degradar nada el entorno natural.

La redistribución tendría un efecto balsámico sobre el planeta y sobre la sociedad, no sólo por el alivio de las necesidades y de la presión sobre el entorno, sino porque con menos sobreabundancia de ahorro de los afortunados, la especulación de los mercados tendría menos fuerza desestabilizadora. Sólo tenemos que definir qué consideramos necesidades básicas para una vida digna. A partir de ahí en realidad sería beneficioso que muchas personas se conformaran con ello y prefirieran dedicarse, en el tiempo liberado, al cultivo de pasiones y capacidades personales sin afán de enriquecimiento. Aunque este afán sea aceptable y conveniente debidamente regulado, debemos desmitificar el trabajo remunerado. Ni es una “perversión” rehuirlo o querer reducirlo al nivel de las labores domésticas, (vivir mejor con menos, llevar a cabo una gestión eficiente del propio tiempo), ni el trabajo es lo mejor que alguien puede aportar a la sociedad. Sabemos que la historia de la creación humana ha pivotado más sobre las vocaciones que sobre la coacción laboral, y cualquiera puede apreciar el mérito del voluntariado, el trabajo hecho sin motivación económica y con una incuestionable utilidad. La vida dedicada exclusivamente al trabajo remunerado impide el verdadero crecimiento personal, que sólo es posible en tiempo libre, desarrollando una actividad autónoma fuera de los objetivos predefinidos por la empresa o por el nicho de mercado. La imposibilidad de perseguir objetivos propios anula la reflexión ética base del crecimiento psicológico. Necesitamos más personas cultivando pasiones personales y menos obsesos del trabajo propio y ajeno.

(5/5) La insuficiencia del mercado


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14 sept 2011

La leyenda de la inversión privada. (3/5) El gobierno fantasma

(3/5) El gobierno fantasma
En todas partes, allá donde funcione un mercado libre desregulado, la economía se vuelve una selección excluyente, (una “selección de las especies” económicas), sin ningún plan para la creciente parte excluida, en lugar de un sistema organizado al servicio del conjunto social. Se trata de un sistema que además descarta la oferta posible si no va a ser rentable, por muy necesaria que sea esa oferta, como ocurre con los fármacos que podrían paliar enfermedades muy extendidas y que no se producen precisamente porque son baratos, poco rentables o dirigidos a poblaciones sin apenas recursos en países empobrecidos.

Sólo en la medida en que un estado garantice el poder adquisitivo real de los ciudadanos mediante una fiscalidad redistributiva, el beneficio del mercado será conjunto y podrá tenerse a este por una herramienta válida. Por otra parte, una producción pública de los bienes básicos, evitaría la retención de su oferta y el condicionamiento de la misma a la existencia de demanda privada con dinero disponible. La oferta pública de bienes básicos ha de cubrir la demanda real, no sólo la demanda de quien puede pagar; debe organizarse de manera previsora no en función de la cotización cortoplacista; y ha de financiarse mediante impuestos, no en función de la rentabilidad. Las claves para lograr una eficiencia óptima y evitar la corrupción son democracia y transparencia total en la gestión, no la privatización que una y otra vez muestra sus limitaciones en forma de exclusión del servicio y de encarecimientos innecesarios. ¿No habría sido útil un banco público de grano en la actual situación de hambruna, pongamos que a cargo de una FAO mejorada? No, claro, para los inversores de la alimentación tal estabilidad de la oferta, tal abundancia, perfectamente posible, no habría sido útil.

En el ámbito global, en el que se mueven las inversiones, ese estado redistributivo y ese sector público no existen, y en los países donde existe está en franco retroceso y poniéndose cada vez más al servicio de los mitificados inversores, (al servicio de los mercados), que como nuevos dioses, exigen un acto de fe en que algún día proveerán. Ya se sabe, los dioses piden adoración y actos sacrificiales, (reformas legales a su favor, impuestos a los pobres, rebajas fiscales a los beneficios, flexibilidad, sumisión laboral, disposición total del medio ambiente y además, gratitud por su emprendimiento). Es repugnante la imagen de unos políticos que dicen servir a su población y que no optan por el aumento de la presión fiscal y de su progresividad como primera solución para cubrir el subsidio de paro y las carencias ciudadanas; unos políticos que hacen flexibles las pensiones, las condiciones de trabajo y la constitución, y no hacen flexible la riqueza acumulada por una minoría en los años de estafa inmobiliaria. Esa riqueza debería servir a las nuevas necesidades que han provocado los inversores, sus créditos amañados y sus mercados de derivados. Es patética la imagen de unos políticos temblorosos que parecen tener detrás a los inversores cuando hablan; unos lacayos que en breve nos prometerán esa redistribución para la próxima legislatura después de haber demostrado con hechos cuál es su poder ante los ciudadanos, y cuál es su dependencia ante los inversores.

De momento, a pesar de los disimulos electorales, continúa con fuerza la huida hacia adelante. Pero si privatizamos todo en la creencia de que así la economía será más eficiente, ¿acaso no tiene responsabilidad el sector privado en cumplir con ese objetivo? Y si no lo hace y en cambio la población se empobrece, ¿acaso no es legítimo que lo hagan unas leyes fiscales redistributivas que cierren las fallas del sistema? Unas leyes que conviertan la maquinaria del lucro en algo realmente útil para todos. Unas leyes que hagan de “mano visible” para el mercado al servicio de una sociedad mejor. Una mano que sepa manejar la herramienta en lugar de dejarse llevar por su inercia dando palos de ciego al albur del insaciable interés de los inversores.


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13 sept 2011

La leyenda de la inversión privada. (2/5) La ayuda fantasma

(1/5) El inversor fantasma
(2/5) La ayuda fantasma
A menudo se vende la idea de que la expansión del capitalismo resolverá el problema de la miseria en el mundo llevando consigo el progreso, pero se omite que la población de los países capitalistas sólo se ha beneficiado de ese capitalismo en la medida en que los beneficios se han repartido y los servicios públicos han llegado a todos.

Después de décadas de globalización y de desregulación, (regulación en favor de los inversores), estas políticas económicas que favorecen a los gestores de la oferta consumible han demostrado ser ineficaces para solucionar la miseria. Además, aplazar la solución colocándola como un objetivo distante en el tiempo, como un posible resultado del mercado, es profundamente injusto mientras las personas están sufriendo el hambre ya, ahora, y muchos van a morir esta misma tarde. El colmo de la hipocresía consiste en llamar ayuda a la concesión de créditos a los estados pobres, como si el negocio bancario hubiese sido altruista en algún momento de su historia. Sólo una explotación inmisericorde de los ciudadanos y de los recursos naturales puede generar los intereses a devolver, en los contados casos en que puede. Y algo parecido ocurre con los llamados microcréditos, como denuncia este documental emitido en La 2 de rtve.

Llama la atención la cantidad de personas que están dispuestas a creer en la bondad de la expansión del capitalismo sin atender a la evidencia de que, en realidad, los grandes capitales ejercen un control sobre los mercados que asfixia más si cabe a las economías del tercer mundo. Por un lado los estados ricos, que actúan como capitalistas en el mercado global, impiden a muchos países de economía subdesarrollada exportar sus productos y les imponen la importación de los productos que fabrican las empresas de esos países ricos, o incluso subvencionan a sus empresas para que desbanquen a las empresas locales de los países pobres, (caso del maíz transgénico de EEUU en México, por poner un ejemplo). Por otro lado, las grandes corporaciones, de la mano de instituciones como el FMI, presionan a los gobiernos pobres, a menudo carentes de legitimidad, para que estos gobernantes regulen a su favor. Un ejemplo, es la expropiación de tierras comunales a los campesinos y a las tribus para vendérselas a precio de saldo a inversores multinacionales. Una vez expulsados los productores locales y controlado el mercado, resulta fácil mantener o subir los precios mediante la contención de la oferta. ¿Y qué solución tiene el mercado para quienes no pueden pagar su alimento?

Aun así, hay cierta cantidad de dinero donado desde los países ricos cuya finalidad nominal es paliar las calamidades de la miseria y favorecer el desarrollo. Sin embargo estas ayudas canalizadas a través de instituciones como estados no democráticos y organismos internacionales con la intención de realizar inversiones en el país, han beneficiando sobre todo a una élite corrupta, a los que menos lo necesitaban, a una difusa pléyade de intermediarios y a empresas de los países donantes adjudicatarias de contratos: políticas de oferta entre quienes no tienen nada con que comprar; dinero para unos pocos inversores donde se necesita pan para todos; flujos de capitales que como llegan se van, dejando tras de sí la misma pobreza de siempre, alguna infraestructura inútil y a menudo, el desarraigo de poblaciones movilizadas para favorecer algún macroproyecto internacional. Los estados donantes deberían utilizar esos recursos para implementar una ayuda directa a las personas. Si de lo que se trata es de ayudarles, ¿por qué no se empieza por ahí en lugar de ponerlo como objetivo? ¿Quién ha inculcado el estúpido prejuicio de que dar dinero a las personas no estimula la economía creando riqueza? ¿Acaso el dinero no circularía entre vendedores y compradores locales, todos acuciados por sus necesidades? Alguien que recibe ayuda compra lo que a otro le sobra de su huerta y así este arregla su cocina con ese mismo dinero; a su vez el albañil que cobra ese arreglo compra un traje y el trapero ambulante que se lo vende quizá compre un carro mejor. Así se mueve la economía real, la que beneficia a las personas que lo necesitan. Seguramente alguno de ellos comprará algo a una multinacional y ese dinero acabará en un paraíso fiscal, pero una buena parte de la donación habrá generado actividad.

Otra sandez muy frecuente es eso de que hay que enseñar a pescar en lugar de regalar peces. Dejaremos a un lado el problema de que la caña no se dé sino que se preste a elevado interés, o el problema de que quizá no haya nada que pescar porque previamente se haya degradado el lugar, como en el caso de las costas de Somalia, plagadas de piratas occidentales robándoles la pesca, y contaminadas por vertidos tóxicos de barcos de todo el mundo. Si nos centramos en las donaciones, debemos entender que el dinero no es un fin en sí mismo sino una herramienta: el dinero no se come como los peces y no es ese su final de recorrido cuando las personas tienen necesidades. Entre quienes tienen carencias, el dinero circula y promueve la actividad. Sólo los acaudalados que ya no tienen necesidades personales retienen el dinero mucho más allá de un ahorro previsor: en fondos especulativos que no mueven la economía real pero sí la distorsionan con sus incesantes compraventas provocando burbujas de precios. Si en lugar de invertir sólo a lo grande, poniendo el dinero en los inversores e intermediarios, entregáramos dinero directamente a las personas que tienen necesidades, éstas se convertirían en agentes económicos que con el consumo de las cosas que primeramente necesitan, fomentarían la economía local, evitándonos de paso la corrupción o las comisiones legales de los intermediarios que ahora gestionan la caridad sin conseguir activar su economía. El dinero así repartido generaría la demanda económica que crearía empleos locales para producir lo que la gente democráticamente demande mediante el consumo, lo que cada uno sabe que necesita. Luego ya irían los de la oferta, por sí mismos, desde cualquier lugar del mundo. En contra de lo que sostiene la doctrina oficial, la autonomía económica no puede empezar por la promoción del emprendimiento cuando no hay con qué pagar esa oferta, y los créditos no crean más autonomía sino más dependencia. Sólo quien dispone de dinero en propiedad tiene libertad económica.

Pero incluso esa forma de ayuda directa tendría sus límites mientras los países prósperos apoyen a dictaduras y a gobiernos corruptos para favorecer a sus propios mercaderes, pues este apoyo impide que con el tiempo los países pobres desarrollen las instituciones públicas que verdaderamente puedan desarrollar una gestión económica autónoma y al servicio de la población. Precisamente esta autonomía económica es lo que menos pueden aceptar quienes participan con cierto poder en el funcionamiento del mercado libre, pues su dinámica se basa en intentar controlarlo. Es decir, las políticas de oferta en el mercado no sólo no solucionan nunca la pobreza sino que están en la causa de la misma y la hacen endémica para una parte de la población.

Aplazar la solución del hambre de hoy mismo poniendo esta solución como un objetivo que supuestamente llegará algún día gracias a las políticas de inversión privada, es una forma de aceptar la muerte presente de millones de personas, una muerte evitable teniendo en cuenta los recursos disponibles. Es decir, estamos hablando de exterminio, genocidio económico, y es probable que así se estudie en el futuro, tal y como nosotros vemos ahora el nazismo.


(3/5) El gobierno fantasma
(4/5) El sadismo productivo
(5/5) La insuficiencia del mercado


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12 sept 2011

La leyenda de la inversión privada. (1/5) El inversor fantasma

(1/5) El inversor fantasma
Una de las mayores falacias que nos inculcan a diario para justificar la desigualdad es la suposición de que el aumento de los beneficios y de la riqueza privada favorecen la inversión que crea empleo. Pero esto se apoya en un error de principio: es falso que la oferta pueda crear la demanda. Si un inversor pone una tienda de pan en la frontera de Somalia, adonde llegan cientos de miles de personas hambrientas, nadie le comprará pan y se arruinará porque los somalíes no tienen dinero para pagar el pan. Cualquier inversor lo sabe y jamás pondrá esa tienda. Ni se paliará el hambre ni se crearán empleos allí. Para el mercado, la demanda de pan de quien no tiene dinero no es demanda, no existe, no se atiende. Para el mercado una mano implorante no es una mano si no lleva unas monedas encima. 

Se insiste mucho en la innovación como fuente de empleo, pero las innovaciones que pueden venderse están limitadas al consumo de quienes tienen dinero. Si la estructura fiscal o laboral no favorece la redistribución de las rentas sino que, al contrario, favorece los beneficios de los inversores, el dinero va quedando en manos de una minoría y la única oferta viable es la que se haga para la minoría que van triunfando. Con el tiempo se desemboca en una plutonomía en la que la economía sólo funciona para los ricos: sólo ellos consumen; sólo para ellos se produce. ¿De qué sirve crear un bien o servicio que pueda desear todo el mundo si la gran mayoría no tiene dinero para comprarlo? ¿Quién va a invertir en eso? ¿De qué sirve construir más casas si quien las necesita no puede pagarlas a los precios actuales y con la precariedad laboral actual? Ni siquiera se venden las ya construidas, y al contrario, incluso se desahucia a quien no puede pagarla a pesar del manifiesto desequilibrio: casas sin gente y gente sin casas. Inversores sin clientes y necesidades sin cubrir. La eficiencia en el seno de la empresa se traduce en ineficiencia del mercado como solución para la sociedad.

Por doquier proliferan ayudas para las empresas, (precariedad laboral, bajadas de impuestos, desregulación ambiental). Luego se dice desde púlpitos políticos y mediáticos que ahora, después de los ajustes, esperan que las empresas hagan su parte. Es el colmo de la ingenuidad esperar que actúen responsablemente haciendo “aportaciones” voluntarias en forma de inversiones que creen empleo sin una expectativa clara de beneficio. Eso va contra los principios fundacionales de las empresas y contra el interés que las crea. Va contra el mismo principio del lucro competitivo en que se basa el mercado. Ya hemos tenido ocasión de comprobar cómo no han aumentado los créditos desde que se ayudó a la banca. Incluso los directivos están atados de pies y manos para otra cosa que no sea ampliar los beneficios, y deben rendir cuentas ante la exigente junta de accionistas de la que dependen su cargo y sus bonus. Las empresas actúan responsablemente sólo en la medida en que las leyes lo exigen, (suponiendo que la sanción no sea menor que el beneficio de incumplirlas, como ocurre con los desmanes ecológicos); e incluso claman continuamente por una regulación más ligera para ellos. Si la responsabilidad social que se les exige por ley ya les parece excesiva, ¿cómo cabe esperar que hagan un esfuerzo inversor más allá de lo estrictamente rentable? No tiene ni pies ni cabeza. Lo único que las mueve a crear empleo es la demanda efectiva, y esta sólo surge cuando las personas (o los gobiernos) tienen dinero. Ese es el funcionamiento, y si alguien espera otra cosa, en realidad, sin saberlo, estará pidiendo otro modelo.

Por otro lado, un mercado sólo de élites como esa plutonomía a la que se tiende, no puede crear empleo suficiente para ocupar a toda la población. No es necesaria una producción en masa para satisfacer la demanda de esa élite. Ahora que estamos en crisis, sólo el mercado del lujo está en pleno apogeo, aumentando su demanda real, un mercado que no da mucho empleo. El aparente “auge” del mercado alimentario en realidad se debe a la especulación, es una burbuja: no se come mucho más que hace unos meses, cuando este mercado aún no había atraído tanto dinero. No ha aumentado la demanda real. Los precios de los alimentos suben por esa expectativa de crecimiento y la gente se muere de hambre aun más que antes. Los inversores privados, dueños de ese mercado, no satisfacen la demanda a pesar de aumentar la inversión en este mercado. Al contrario, se acapara y se contiene la oferta para mantener los precios, para cobrar tanto como puedan, no para alimentar a tantos como se pueda. Seguramente estarían encantados de vender alimento a más gente, pero su inversión no va a determinar que más gente pueda comprarles. En consecuencia se limitan a vender a los clientes que tienen dinero; buscan el dinero disponible entre quienes necesitan alimento; cubren la demanda con capacidad de pagar, no la demanda realmente existente. La política económica hecha a la medida de los mercaderes fracasa rotundamente una y otra vez, década tras década, en el objetivo más básico que pueda tener la economía mundial: alimentar a las personas. La clave es que en realidad ese no es ni puede ser el objetivo prioritario de los inversores. Ellos sólo buscan la rentabilidad. O en lugar de “ellos” habría que decir “el mercado”, el sistema de inversión privada que funciona también con el dinero de todos los pequeños ahorradores.

La confianza en que la búsqueda colectiva del lucro particular proveerá a todos dista mucho de ser realista. La aparente eficiencia de las políticas neoliberales se apoya en el “efecto óptico” de los promedios (A) y en una ceguera cortoplacista insensata (B): 

  • (A) El “efecto óptico” de los promedios: un crecimiento medio no es un crecimiento de todos, o incluso puede pasar por un aumento de la pobreza. Y además este promedio no mide muchos costes que vierte en el conjunto de la sociedad: el coste de los daños ambientales, a menudo incalculable porque simplemente son irreparables, y el coste social de que deba existir un infierno de miseria que “estimule” a los individuos a buscar empleo, y de paso, permita abaratar los salarios hasta reducirlos en algunos lugares al coste de la comida, con lo que se aprovecha una nueva forma de esclavitud.
  • (B) Ceguera cortoplacista insensata. El sistema económico entero se inspira en la misma pauta que provocó la crisis bancaria: incentivos a la maximización del valor bursátil y del beneficio a corto plazo, sin tener en cuenta la deriva futura. Si los grandes inversores y los bancos no han quebrado y ahora pueden enseñorearse de la economía y de los gobiernos, es porque acudieron al estado para pedir la “beneficencia” de todos los ciudadanos, en contra de sus teóricos principios, y porque en muchos casos se socializaron sus pérdidas. Es indecente salvar o ayudar a un banco privado. Si lo que se quiere es evitar un colapso o un derrumbe de economías familiares, hay que salvar a los clientes que no compraron riesgo. 
Es hora de reconocer que la avaricia rompe el saco. La gestión económica actual del mercado, basada en las políticas de oferta, es compasiva con los inversores acaudalados, cruel e indiferente con el resto de los ciudadanos y destructiva con el medio ambiente del que dependemos todos.