15 mar 2011

El Hiroshima del crecimiento

Que el desastre nuclear de Japón no pase de lo que es a fecha de hoy. Basta con ver lo que podría llegar a ser. Basta ver la aprensión que ahora siente todo el mundo. Podría interpretarse como el Hiroshima del crecimiento competitivo, que en la era moderna ha sustituido la guerra entre naciones por una obsesiva competencia entre estados. Estos son incapaces de resistirse a cualquier oportunidad de crecer y subir un puesto en el ranking internacional. Cualquier cosa que sirva para el crecimiento del PIB se adopta y se considera irresponsable no hacerlo. Crecer es un imperativo insoslayable para el que hemos de estar dispuestos a correr cualquier riesgo y cualquier sacrificio laboral, como antaño había que estar dispuesto a morir por la patria en la guerra contra el vecino. Así la ciencia que podría traer bien a la humanidad se vuelve una herramienta descontrolada y peligrosa al servicio de una obsesión, como un arma en manos de un loco incapaz de pararse a pensar en las consecuencias de lo que hace más allá de lo que le arrebata. Los estados no saben decir “no” a algo que traiga algún crecimiento a sus economías, aunque fuera provisional, a corto plazo. Si hay que esquilmar montañas, se hace, (canteras sin fin, pistas de esquí, urbanizaciones, lo que sea). Si hay que correr riesgos, se corren, (centrales nucleares, térmicas que calienten el planeta). Que sean los demás los que paren de contaminar, que nosotros, pobrecitos, sólo somos la novena potencia mundial. Si hay que sostener dictaduras, no hay problema, allí no se juega ningún voto. Si hay que favorecer la desigualdad para que la gente se espabile y, por miedo al paro, acepte cualquier servidumbre laboral, pues se hace, ¿para qué es nuestra gente si no es para producir? Se bajan impuestos a los ricos, se eliminan prestaciones sociales y todos a mover el culo. ¡Menuda danza macabra! 
No hace falta que llegue a más. Debería interpretarse como el fin de una época, de una forma de guerra, el fin de la competencia sin límite entre estados. Debería dar inicio a una colaboración que limitara la competición a lo razonable, a unas empresas supeditadas a unas leyes comunes garantes del bien común. Si Einstein viviera hoy, otra vez volvería a sentir pesadumbre por el uso dado a sus descubrimientos.

Ilustración recomendada:
Dalí - Idilio atómico y uránico melancólico

3 mar 2011

La lógica autómata del mercado

Un poco de ciencia ficción. Imaginemos una máquina con piernas y brazos robóticos programada para crecer continuamente autoconstruyéndose con más piezas; una máquina que además fuera capaz de transformar en materia prima para sí misma cualquier objeto que encontrara a su alrededor, por ejemplo, descomponiéndolo o fundiéndolo para fabricar en su seno las pieza que necesite en cada momento. Si además a la misma se la dotara de inteligencia artificial, (algo ya presente en las empresas tecnológicas de hoy día), de modo que el programa aprendiera de su experiencia, esta máquina podría buscar por sí sola los recursos necesarios para construir más partes de sí misma e ir así creciendo sin detenerse, sin fin. Desde el principio competiría con los demás seres vivos en la obtención de los recursos necesarios para sobrevivir y que ella necesitaría para crecer. Si no le pusiéramos límite a tiempo, (quizá porque al principio su actividad beneficiara a su dueño de algún modo), es de suponer que desarrollara formas de defenderse y de atacarnos hasta acabar con la humanidad dado que este exterminio sería necesario para cumplir con su lógica de crecimiento perpetuo. Y poco a poco iría consumiendo la materia del planeta hasta convertirlo todo él en parte de ella. Finalmente quedaría sola orbitando en torno al sol en el lugar que antes ocupaba La Tierra. O quizá aprendiera a desplazarse en el espacio a partir de la información alojada en los ordenadores de las agencias espaciales, de los que probablemente habría hecho una copia. De modo que habríamos creado una lógica autoconstructiva pero inconsciente vagando por el espacio en busca de más materia...

Dejemos la ciencia ficción de momento. Baste comprender que lo determinante en esa máquina habría sido la lógica con la que fue programada, una lógica con capacidad para actuar sobre la realidad transformándola, un automatismo liberado, una lógica autómata. Esta lógica no podría llamarse racional a pesar de su coherencia y su capacidad de cálculo, a pesar de su impulso transformador y su autointerés. No podría llamarse racional porque, al no ser consciente de sí misma, al no estar al servicio de unas emociones, sería “compulsiva”, obligada; estaría incapacitada para el pensamiento autocrítico más allá de los procesos de aprendizaje técnico o “know how”. No se correspondería con la naturaleza de nuestra razón. Simplemente insistiría en su mandato hasta cumplirlo o ser destruida en la lucha. Aunque suene paradójico, sería una lógica irracional. Asimov dijo que un robot no razona, es lógico. En términos humanos, todo programa es un psicópata o un fanático. ¿Cabe la posibilidad de que una lógica de este tipo pueda funcionar fuera de una máquina?

Nuestro cerebro es permeable a la lógica, y de hecho lo es a diferentes formas de lógica. Es un recipiente que puede contenerlas y corre algún peligro en la medida en que haya lógicas peligrosas que puedan crecer en él como un cáncer. Hasta cierto punto en nuestra época hemos sido educados en la inconveniencia del fanatismo político y religioso, (estalinismo, fascismo, santa inquisición y cruzadas, integrismo y guerra santa, sectarismos varios, etc.), pero no se nos ha hecho conscientes
"Hombre y máquina" - Willi Baumeister - 1924
del peligro de otro tipo de fanatismo: el de abandonarse a una lógica, a un patrón de conducta, que se suponga conduce automáticamente al bien social; en definitiva el de abandonarse a una programación -ese mito moderno-. El sujeto adscrito a un patrón de conducta en el que tiene fe, no se preocupa por hacerse consciente de los efectos completos de sus actos sobre la realidad, como si estuviera sumido en la acción de un videojuego, (en el que uno se desentiende de la evolución de la realidad mientras juega). Aún no asociamos la programación al peligro psicópata de los fanatismos en el caso de que un programa trascienda su ámbito utilitario para pasar a determinar nuestros actos. Un programa no parece sospechoso, es impersonal, no parece estar al servicio de un dictador sino que es tomado como una mera herramienta, y es fácilmente asociable a la idea de eficacia. Es un dogma pragmático.

En principio una economía basada en la programación podría sonar más a economía planificada, pero en realidad a los regímenes que han utilizado este tipo de economía se les ha acusado sobre todo de arbitrariedad, subjetivismo corrupto e improvisación desastrosa. Sin embargo el neoliberalismo, a fuerza de ensalzar la libertad, y entendiendo por esta la búsqueda del propio interés sin restricciones en favor de la comunidad, da la sensación de carecer de programación alguna. Debemos confiar -o tener fe- en que abandonándonos a la búsqueda del bien individual, el bien común se revelará por sí solo, en forma de riqueza nacional. Se nos insiste en la necesidad de relegar cualquier preocupación social que pueda suponer un límite o una intervención en el funcionamiento del mercado libre, (regulaciones, impuestos, restricciones ecológicas), y en que esa intervención derivaría en menor crecimiento y progreso. Aunque resulte impersonal y parezca no dirigida, esta mitificación de lo privado es una directriz rígida y muy concreta. Y si todos nos ponemos de acuerdo en una proposición aprendida y toleramos leyes acordes a la misma. ¿acaso no es esto una forma de programación? Una programación que funciona fuera de una máquina.

La desregulación suena a libertad, a falta de condiciones, pero en realidad ningún mercado puede funcionar sin unas leyes que defiendan ese funcionamiento, (como las que regulan la validez y eficacia de los contratos, por poner un ejemplo). Desregular el mercado equivale a regular unos derechos para el mismo. Si se bajan impuestos es necesaria una ley que así lo determine. Si no se puede pedir cuentas por contaminar, es necesaria una legislación que defienda el derecho del fabricante frente a esa demanda. Cuando se habla de desregular el mercado, en realidad se esta
Muhammad ibn Yusuf ibn Utman al-Haskafi 
"Manuscrito autómata" - 1206
hablando de favorecer un derecho en detrimento de otro: el derecho al enriquecimiento particular frente a los derechos ciudadanos compartidos. El mercado libre sólo se sostiene con una legislación muy concreta, (que no se limita al derecho mercantil). En todo mercado subyace un entramado legal que lo hace posible, un cuerpo legal que lo encauza. Cada tipo de legislación económica determina una orientación colectiva, con independencia de la fuerza que los individuos puedan entregar a la misma. Pero en la medida en que esa orientación conjunta no es consciente, tiende a funcionar como una programación. Lo que llamamos mercado libre es en realidad un sistema lógico que, limitando a lo privado nuestra atención y utilizando nuestra energía, se vuelve autómata. Se trata de un autómata aunque no esté constituido por piezas inertes sino configurado por nosotros mismos. Esto unido al hecho de que su trazado sea imprevisible y dividido en una multiplicidad de procesos individuales, le confiere la apariencia de ser indeterminado.

La mirada puesta en el corto alcance del lucro individual competitivo y desentendida del resto, esa viene a ser la instrucción única a ejecutar. En la medida en que ese funcionamiento es aceptado y asimilado, determina los actos de todas las personas que intervienen en él:  desde los propietarios de acciones, que sólo han de supervisar la rentabilidad, hasta los empleados que se limitan a acatar ordenes o perseguir objetivos para ganar un sueldo, pasando por los directivos, que distan mucho de ser libres de hacer lo que quieran con la empresa que dirigen y tienen grandes incentivos para hacer algo muy concreto; desde los empresarios, que para hallar su beneficio han de adaptarse a un “nicho de mercado”, hasta los consumidores finales centrados en la mera relación calidad-precio que les beneficie individualmente; desde los ahorradores que no perciben el destino de su dinero sino sólo una mayor o menor rentabilidad, hasta los gestores de fondos, que sí perciben adónde va el dinero pero no se sienten responsables del mismo sino sólo de buscar que este maximice sus retornos para conservar su oficio y prosperar en él. Como todos dependemos del mercado para subsistir, todos en general nos hemos abandonado a su lógica. En la complejidad de su entramado de apariencia cambiante, en el que se pierden de vista productores y consumidores, accionistas y trabajadores, suponemos que el resultado de tanto esfuerzo ha de ser provechoso, como si en el pasado el fanatismo y la destrucción no hubieran ido asociados a la capacidad de sacrificio y al trabajo; como si trabajar fuera garantía de bien. Eichmann se consideraba un mero empleado eficiente obedeciendo órdenes en su trabajo de exterminar personas en los campos de concentración. Sin llegar a ese extremo, es fácil entender que el trabajo puede ser como cualquier herramienta, una utilidad o un arma. No tiene un valor ético por sí mismo, es sólo un programa.

Desde el punto de vista meramente económico, toda esta forma de funcionar puede ser eficiente a corto plazo pero también implica una evolución conjunta. Sin embargo ni las corporaciones ni quienes las dirigen, centrados todos en su propio lucro, pueden velar por la idoneidad del sentido que adopte este movimiento común. De modo que podemos funcionar muy bien pero empujando hacia un abismo. Y por supuesto, el mercado no es un ser consciente, no está preocupado por su propia desaparición junto a nosotros. Por otro lado, podemos ver un beneficio inmediato del trabajo, pero ajenos al sufrimiento presente provocado a quienes no están cerca. Atentos a los intereses próximos, es difícil apreciar las implicaciones globales de lo que hacemos entre todos. Hoy día quien pone su fuerza de trabajo, en un empleo que no crea ni determina, está muy distanciado y desvinculado de las consecuencias completas de su trabajo, y no puede sentirse responsable de estas, mucho menos del efecto que produzca este procesamiento masivo ejercido entre todos. De hecho la prosperidad de los países desarrollados se apoya en la explotación más vil en el tercer mundo. Nuestros móviles se fabrican con el coltan extraído por niños que trabajan todo el día a cambio de una comida enterrándose como topos en pequeñas minas que a menudo se hunden matándolos. [Hay un documental de En Portada, rtve, en el que se habla de esto.] Para algunos individuos inocentes que nacen en este mundo, la realidad actual es peor que la distopía más cruel.

Suponemos que la política y el control estatal están ahí para supervisar la evolución conjunta de la sociedad y vigilar otros posibles efectos de las actividades individuales. Pero en la práctica neoliberal, se exige que el estado intervenga lo menos posible en el mercado. Más aún, a nivel global, que es al que opera actualmente el mercado, no existe gobierno alguno. No hay un estado global pero sí hay un funcionamiento global que acatamos. De forma que gran parte de la
"Autómata" - Edward Hopper
orientación de la sociedad queda en manos de la llamada “mano invisible” del mercado. Suele citarse esta metáfora de Adam Smith para vender la idea de que el egoísmo de todos enriquece al conjunto. El problema es que precisamente “la mano” es invisible y no percibimos cómo ni adónde nos conduce en realidad. Con esta teoría la inconsciencia se facilita de un modo deliberado, académico y sistemático. De hecho se promueve la falta de conciencia, que no es otra cosa que el abandono a la inconsciencia. Se valora una falta de moral que en el fondo es desmoralizadora. Quien no se someta a esta pauta de egoísmo desentendido es tachado de tonto, vago o fracasado. Y en los programas televisivos de humor, todos los chistes son el mismo: la gracia del que se revela cínicamente egoísta en el último momento.

Vivimos en una especie de sistema laberinto, en el que no sabemos adónde vamos. Y es precisamente esto lo que gusta: es “divertido” como un laberinto, como una aventura o como un videojuego, porque a cada paso surgen sorpresas culturales o tecnológicas. Quizá nos basta con ver algo nuevo en el mercado todos los años para creer que ese avance o esa mera variación es progreso. Algún señuelo es necesario para que la lógica autómata del mercado siga funcionando del mismo modo: con el único criterio de la maximización del crecimiento económico medio -sin importar la desigualdad en la distribución- y a corto plazo -sin que el modelo se viera perturbado por la posibilidad de que evolucionara hacia el exterminio humano-. Es un laberinto que vamos desplegando con la acción económica a la vez que nos proporciona entretenimiento sin que sepamos a dónde va el laberinto mismo, cómo se mueve en conjunto. 

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Año 2010 de la era cristiana. Los ciudadanos descubren que los estados han dejado de tener control sobre los mercados y que, en lugar de ello, deben cumplir con las políticas que demandan estos mercados, ahora globales, si no quieren verse marginados en la competición económica entre naciones y por tanto empobrecidos. Ha caído un nuevo obstáculo de la programación neoliberal. Las leyes que configuran esta programación han crecido hasta controlar los propios sistemas legislativos que las dieron a luz, (por no hablar del control directo ejercido sobre los políticos y sus partidos dependientes de la financiación privada). Pero a la vez, los atónitos ciudadanos comprueban como esta programación, lejos de mejorar su vida, ha absorbido sus rentas y su bienestar para pasar a cubrir las posibles pérdidas de los agentes menos débiles del mercado. Estos por su parte se escudan en que no han hecho sino cumplir con la lógica del sistema haciendo lo mismo que todos: mirar por lo suyo. Entonces las miradas se vuelven hacia los analistas económicos oficiales. ¿Qué pasa aquí? Pero estos, estudiosos del “código fuente”, son los más coherentes de todos: ganan mucho por trabajar para los beneficiados del sistema y además, gente mejor informada que la mayoría, han invertido bien, tienen sus rentas del capital y no van a tener la ocurrencia "ilógica" de aconsejar que se suban los impuestos sobre estas rentas, o cualquier otra idea que se salga del sistema que ha beneficiado a quien les paga. También los analistas han de mirar por lo suyo. ¡Más que nadie si quieren ser coherentes! Cumplen con el programa que predican y que les ha hecho profesionales de reconocido prestigio, y aconsejan que los estados hagan lo necesario para complacer a los mercados.

Volvamos a la ciencia ficción. Esta lógica enfermiza y dominante que incubamos en la sociedad actual es algo diferente a la descrita en el ejemplo del robot autoconstructivo: depende de nuestros cerebros para tomar cuerpo en la realidad y quizá por ello pasa más desapercibida. Si quisiéramos imaginar la situación actual encarnada en algo más visible, podríamos pensar que ahora los estados son máquinas de crecimiento autoconstructivo compitiendo por una fuente de energía, la financiación de los mercados, que en nuestra fantasía ciberpunk sería algo así como una nube de electrones que flotara por todo el planeta dirigiéndose hacia la máquina que prometiese devolver una mayor cantidad de esa misma energía. Todas las máquinas pugnan por ofrecer la mayor capacidad de fagocitar los recursos que pueblan su suelo, incluyendo la fuerza de unos trabajadores asimilados por ella, para vomitar una mayor compensación a la nube energética, a cambio de obtener energía provisional con la que competir. Todo con tal de ser una máquina depredadora en lugar de una víctima. Los seres humanos hace tiempo que dejaron de contar: es una competición entre lógicas similares con alguna variación y diferentes recursos propios, entre sistemas normativos alineados (o alienados) por un mismo objetivo, entre programaciones maquinales que ya no sirven a las personas sino a la lógica del crecimiento competitivo y a la prevalencia de su mecanismo. Los ciudadanos que se ven fagocitados, empobrecidos y presionados ¡temen dejar de serlo! y que la máquina en la que residen pierda competitividad. Allá donde el voto aún podría cambiar algo en la programación del robot es donde más fuerza ha cobrado el nuevo dogma, y en una huida hacia delante, quizá se votará a quien haga las reformas más radicales en favor de la nube de electrones. Esto ocurrirá en la medida en que asocien su libertad para votar con la liberación de cualquier atadura moral, intelectual, psicológica, compasiva o previsora que condicione su pauta única, su egoísmo premeditado. Los ciudadanos que tienen el interruptor que podría parar o contener la máquina, han interiorizado la programación de esta y actúan de un modo compulsivo por temor a perder el tren del progreso material que este programa les ha prometido.

En la actualidad, la volátil nube financiera formada por la riqueza ahorrada y no comprometida, presiona para absorber más recursos de todos los ciudadanos y migra de uno a otro país por todo el planeta hacia el que mejor cumpla con sus exigencias, (baja fiscalidad y salarios, flexibilidad laboral, ausencia de restricciones ecológicas). Su funcionamiento es tan automático como el de la competitividad de las naciones o la de los individuos: cada cual centrado en sus soberanos intereses, y sin que ninguna autoridad pueda ya condicionar la dirección conjunta que adopte este funcionamiento. Pero esa nube financiera no es una fuerza de la naturaleza indeterminada. Los mercados pueden adoptar formas diversas. Hay distintas maneras de programar su funcionamiento. Y lo que hoy por hoy estamos llamando “mercado libre” es en realidad un mercado rígido con forma de embudo cuyas normas están estrechamente vigiladas por quienes se benefician del lado ancho del mismo, una minoría de grandes propietarios que lejos de apartarse de todo afán regulatorio, llenan de lobbies bien financiados las esferas de decisión política para presionar a favor de los cambios legales que conforman ese mercado embudo sin más miras que su lucro y sus privilegios. La nube financiera que ha adquirido poder sobre los estados también está formada por intereses particulares que ejercen ese poder cumpliendo con el dogma: velan por que las codificaciones legales de los estados funcionen a su servicio, es decir, como escribientes autómatas que legislen en favor de la miope competición general que les está favoreciendo.

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Como puede apreciarse, la llamada “desregulación del mercado” no deja a los ciudadanos a su libre albedrío sino en manos de una lógica muy concreta, con unas normas de funcionamiento claras y coercitivas, la lógica de la competitividad forzosa, so pena de sufrir o morir en la miseria. Hay una liberación pendiente en las sociedades actuales: una existencia material garantizada en lo básico que permitiera el desarrollo de una individualidad auténtica, la individualidad entendida como derecho a la propia complejidad, a pensar por uno mismo y a intentar comprenderse, y no la vulgarmente limitada al lucro personal competitivo. Ese tipo de individualidad, la que no excluye la parte crítica y consciente de uno mismo, puede denotar precisamente el nexo común que nos vincula a todos antes que a cualquier grupo parcial, (llámese nación, comunidad religiosa o empresa comercial). La individualidad plena lleva a tomar conciencia de que somos seres sociales.

Cueva de las manos - Anónimo prehistórico
Es necesario crear una red de manos reales que salgan de su sombra para hacer frente a la “mano invisible” de la programación comercial, una gran red colectiva que impulse la exigencia de una sociedad en la que podamos crecer como personas. Necesitamos poder abandonar un trabajo sin que eso suponga caer en la miseria; necesitamos el reconocimiento de unos derechos sociales que garanticen la dignidad; necesitamos libre acceso al conocimiento para la formación y la capacidad crítica; necesitamos más tiempo libre, y una política global tan fuerte como democrática y transparente que pueda encauzar nuestra orientación consciente. Estas condiciones sociales permitirían que el mercado libre no fuera en realidad un automatismo liberado sino una mera herramienta a nuestro servicio.

A pesar de la abundancia de recursos que harían posible esto, carecemos de una “programación legal” que ponga la economía a nuestro servicio en lugar de utilizarnos para su crecimiento perpetuo. No debemos vivir al servicio de un déspota arbitrario, pero tampoco al de una lógica que lejos de ser natural o neutral, tiene sus beneficiarios, sus privilegiados, tan inexpugnablemente convencidos de que el sistema es bueno, (quizá por el refuerzo logrado), que difícilmente reconocerán la injusticia y el suicidio colectivo al que conduce. Si en lugar de valorar su fortuna y su victoria social se valorasen a sí mismos y al mundo que les ha creado, si realmente creyeran en el bien común -al que supuestamente debía conducirnos el mercado desregulado-, todos los beneficiados por el sistema estarían pugnando por una regulación global que sometiera la economía al verdadero interés del conjunto de la humanidad y de su futuro, una regulación y una fiscalización que velara por la preservación de la biosfera y que liberara a todos de la coacción de la miseria que logra hacer de muchas personas agentes de cualquier indignidad y de cualquier mal.

El ejemplo del inicio muestra cómo un crecimiento material perpetuo podría darse sin tenernos en cuenta y de forma destructiva. De hecho es así como ocurre en gran medida, acercándonos a una plutonomía y a un desastre ecológico. No se tiene en cuenta nuestra plenitud psicológica, ni la previsión de nuestra pervivencia a largo plazo. Pero en el caso del mecanismo lógico vigente, este automatismo de mercado, el crecimiento depende de nuestros cerebros para existir -al menos mientras nadie tenga la ocurrencia de fabricar el robot imaginado-. Sin nosotros no existirá mercado, y por tanto acabará quebrando de una de estas dos formas: o bien el desastre ecológico termina con este sistema social por las malas, o bien desarrollamos un sentido crítico que transforme la organización económica en una alternativa consciente, responsable e inclusiva. En lugar de pensar que las leyes de un mercado tan libre que nos esclaviza constituyen una especie de inteligencia programada para el crecimiento continuo, tendríamos que concluir que se trata de una estupidez programada para la autodestrucción, que nos nubla el entendimiento para lo que quede más allá del corto plazo y de lo rutinario. Cabe preguntarse si, de algún modo ignoto, el automatismo ha desarrollado ya formas de defenderse y atacarnos para cumplir su lógica suicida; si hemos liberado una lógica autómata invulnerable a pesar de que conduzca a su propio fin; si hemos activado ya la bomba cuya cuenta atrás no se puede detener... Quizá las leyes de la robótica creadas por Asimov deberían aplicarse a los cuerpos legales que creamos. 


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Aquí un excelente documental de la UNED. Muy ilustrativo. (Aunque no se entiende qué pinta en él un ministro del neoliberal psoe, este viene a confirmar desde dentro la inoperancia del sistema y la necesidad de demandar otro, y añadiría yo, la necesidad de votar de otra manera. Es decir, habrá que crear una red informativa y educativa que supere a los medios de comunicación habituales)